Hemos estado metido hasta el cuello en la confusión. Ya no sabemos si con arte y maña se vive el día tras día, pues nada cumple con lo necesario para lo básico. Nos abruma el conteo de nuevos orificios en el cinturón o sentirnos a la deriva ante cada acontecimiento.
Por eso no sé si servirá para algo ese raro ingenio de inventarnos mil métodos para la supervivencia. Si cuando culmine este calvario de lo cotidiano y estrenemos una realidad renovada, las estrategias por un bocado se compagine con una capacidad noble, imponente y necesaria para levantar a un país.
Somos el único territorio del planeta en que el anuncio de un aumento salarial no significa nada bueno. Nos da pavor y hasta el preámbulo nos complica la existencia. Todo sube al por mayor y no existe teorema matemático que resuelva los trastornos económicos de una Venezuela sin sentido.
La comparativa que realizase Juan Guaidó sobre este nuevo incremento no está alejada de la realidad. No alcanza para medio kilo de queso. Ni para medio cartón de huevos. Es que el salario ya no es un componente lógico para mantenernos vivo.
Nuestros párpados están abotagados de una tristeza enorme. La anormalidad nos consume. Ya no nos sienta bien las detonaciones estratégicas para apabullar al régimen. La colección de sanciones, los comentarios internacionales sin acción y hasta el reconocimiento de la emergencia humanitaria no nos devuelve la sonrisa extraviada.
Nada parece menguar el talento de Maduro y su entorno para hacernos infelices. Los parientes en diáspora son quienes resuelven lo complicado de la mesa venezolana, con sus remesas oportunas y sus esfuerzos interminables para demostrar el valor del trabajo sin excusas en el exterior.
Pero no debemos abandonar la esperanza. No es fácil calarnos de emoción cuando nos atizan a diario con hambre, destrucción y fatalidad. Es cierto que el usurpador cuenta todavía con recursos para comprar la conciencia desafortunada de muchas naciones. Un ejemplo de ello es la silla en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, obtenida recientemente y como un premio indecible a las siete mil ejecuciones extrajudiciales que la misma comisionada de ese organismo, Michelle Bachelet, había desglosado en su informe de 18 páginas.
Esta organización cuenta con una pedregosa reputación. Nadie entiende cómo nuestro país con tantos pecados de lesa humanidad; con el reconocimiento mundial de restringir el espacio democrático, debilitar las instituciones públicas y menoscabar la independencia de los poderes -como lo refiere el mencionado informe-, reciba el premio púbico de este puesto en la ONU, para defender sus propias atrocidades en un espacio donde deberían de contrarrestarlas.
Es tal el poco prestigio de este consejo, que nuestro país ocupará la vacante dejada por Cuba. No es de extrañar que Irak, Siria y Libia hayan tenido este enajenado puesto, en los años más recalcitrantes de sus despiadados gobiernos.
Ya el Grupo de Lima mostró su descontento ante este peculiar asiento en el consejo. Como también lo hizo el senador norteamericano por Florida, Rick Scott, quien mostró el interés de que los EEUU reduzcan sus fondos a la ONU.
Todos entienden que esta habilidad de algunas naciones genocidas de protegerse a través de la ONU de las acusaciones casi comprobadas de sus brutalidades les ha funcionado a medias, pero han dejado mal parada la envergadura del organismo que aglutina a la mayor cantidad de países del planeta.
Pese a todo este panorama, soy de quienes cree fielmente que las resoluciones precisas y justas están a pocos centímetros del buen porvenir. La decisión extrema se dará sin aviso y hasta cualquier sensación de abandonar el poder, en un momento de asfixia y desconcierto, tampoco la notificará el régimen.
No es fácil explicarle a un responsable de familia que la paciencia y la fe es un privilegio de los bien aplomados. Las carencias enormes frente a los ingresos ínfimos, no da para comprender pretextos. Pero estos vientos huracanados y devastadores pasarán. Está predestinado.
José Luis Zambrano Padauy
@Joseluis5571