#OPINIÓN Sistema Universitario Disruptivo del siglo XXI: “Unibertsitatea Mondragon-MTA” (Parte 12) #6Oct

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EL «INVESTIGADOR  DISRUPTIVO»

La investigación es una clara apuesta del Máster LIT: “Learn. Innovate. Teach each other»: (Aprender. Innovar. Enseñar unos a Otros»enezolana

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Llevo 63 años en la educación venezolana y desde 197o en la investigación de cómo aprovechar las herramientas y la experiencias de nuchos años en la red y en docuemtos de muchos autores . Por ello, pedí a TeamLabs me enviasen:

1.- Su dirección al haber analizado LEINN: Liderazgo. Emprendimiento e Innovación» – MASTERYOURSELFS- y LIT a cargo de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Mondragón,, y

2.- Su «Visión» del papel que debe tener el investigador  del siglo XXI en la Universidad disruptiva.                                                                                                

A los pocos días de haber hecho tal petición, el 18/09/2019 tuve la satisfacción de recibir de Antonio Lafuente, doctor en Ciencias Físicas e Investigador del CSIC-España y miembro del Consejo Asesor de Teamlabs  el siguiente material, publicado el 23 de abril de 2019, que lo transcribo en su totalidad.

TeamLabs lo presenta así:

El doctor en ciencias físicas e investigador del CSIC y miembro del Consejo Asesor de Teamlabs desde sus inicios, Antonio Lafuente, se acercaba a nuestro laboratorio de Madrid para reflexionar sobre la importancia de la investigación y del derecho a poder hacerlo. Nos acompañó en el marco de las charlas de presentación del Máster LIT, en Facilitación del Aprendizaje e Innovación, desarrollado conjuntamente por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de Mondragon Unibertsitatea y Teamlabs, un proyecto que lanzaremos el próximo mes de octubre.   ¿Tiene sentido investigar fuera de la Academia?   Claro que tiene sentido.

La investigación como estilo de vida

Antonio Lafuente

La  investigación es, además. una actividad que cuenta con una muy larga tradición. Los amateurs siempre estuvieron entre nosotros. Sin ellos y ellas no habría agricultura, navegación, minería, vestido, culinaria, montañismo, arte o vivienda.  La cantidad de gente que hace 100 años había visto alguna vez a un arquitecto, un médico o un abogado era verdaderamente minúscula y, sin embargo, resolvimos nuestros problemas de habitabilidad,  salud y convivencia.

El mundo es una producción amateur. Pero la pregunta, creo, no buscaba una respuesta basada en hechos históricos, sino una mejor comprensión del concepto de aprendizaje. Y, desde luego, para facilitar el aprendizaje, debemos todos partir del reconocimiento de que no sabemos, de que cada situación es diferente y de que cada comunidad se hace sus propias preguntas, desde lo que sabe, lo que vive, lo que necesita y lo que sueña. No hay respuestas prêt-a-porter. Lo que buscamos no está en un libro. Y eso nos lleva a la idea de investigación.

La mayor parte del tiempo que dedicamos a investigar lo empleamos en saber si entendemos bien el problema o, en otros términos, si nos estamos haciendo las buenas preguntas.

Un investigador no es un experto en responder, sino en preguntar. Aprender es fácil si sabemos para qué y hacia dónde. Y con un buen mapeado de la situación todo es más sencillo. Lo más difícil es entender dónde estamos y qué queremos cambiar o, dicho con distintas palabras, necesitamos focalizarnos en la tarea de construir una buena pregunta que nos proteja de querer intervenir sobre un problema que no tiene nadie o que produce más complicaciones de las que pretendía reparar. Cuando encontramos la pregunta, más que buscar cosas nuevas, estamos en situación de “aprender a aprender” o, dicho de otra manera, El conocimiento, como tantas otras cosas, es para quien lo necesita. 

¿Quién debe investigar en una organización siglo XXI?

Todas las gentes que integran un departamento interno especializado, las personas nombradas para una comisión ad hoc o, quizás, sea más recomendable externalizar estas tareas y confiar en un buen consulting?  

Me encanta la pregunta. Creo que todas las organizaciones deberían evolucionar para convertirse en un laboratorio. En realidad lo que estoy sugiriendo es que la cultura experimental debería ser constitucional y no la ocupación de una grupo de especialistas. Igual que los cuidados, al menos retóricamente, son ya asumidos como un asunto de la incumbencia general y por eso todos reciclamos, cocinamos y recogemos las cacas de nuestros perros, también todas y todos deberíamos asumir que sólo puede haber conocimiento nuevo allí donde se investiga o, en otras palabras, allí donde se ensayan alternativas, se exploran nuevas prácticas, se experimentan diferentes herramientas, se incorporan distintos valores, se asumen otras expectativas y, en definitiva, allí donde se acepta que sólo hay aprendizaje tras el error y que equivocarse sigue siendo la mejor manera de aprender.

 El arte entonces es minimizar los costes y limitar los riesgos. La pregunta me encanta, porque se interesa por el quién y el dónde de la investigación. Me parece una obviedad que la construcción de la pregunta no se puede hacer sin la participación de los concernidos y eso significa que tal vez se necesite contratar un servicio externo de apoyo, pero siempre que su papel sea de mediación o, si se prefiere, de facilitación. Nadie de fuera puede conocer mejor que los de dentro lo que (nos) pasa. Una afirmación que no quiere antagonizar con nadie, ni con ninguna otra forma de saber, sino reivindicar el conocimiento experiencial e invitar a los expertos a dotarse con mayores habilidades de escucha.  Si importante ha sido en nuestra formación saber utilizar de forma virtuosa los dispositivos de diagnóstico, más importante es para los tiempos que corren aprender a escuchar, lo que es tanto como tener a mano un repertorio suficientemente variado y especializado de herramientas de escucha.    

¿Es la investigación una clara apuesta del Máster?

La novedad del Máster es que pone la investigación en el centro de las actividades a realizar y, en consecuencia, todo en el master girará en torno a la necesidad de cómo concebir y desplegar un proyecto de investigación. O, con otras palabras, quienes lleguen al Máster acabarán entendiendo la importancia que tiene una buena pregunta, la dificultad de conseguirla y las consecuencias que se derivan del arte de interrogar(nos), un arte que se conecta con la práctica de la escucha y las economías del don.   Empezar investigando (en lugar de terminar con un TFM, como es lo habitual) implica confiar más en el proceso que en el resultado, pues la tesis sólo es uno de los formatos en los que pudiera desembocar la investigación. Nada nos impide que el conocimiento adquirido mientras investigamos sea la base para un proyecto de emprendimiento, un proceso de intra innovación o una intervención artística.  Hay que disociar la idea de investigación de las prácticas académicas típicas, habitualmente limitadas al paper, la clase y la carrera. Y otra cosa también merece quedar  clara desde el principio: no investigamos para ser originales o, como se presume en la Academia, para producir conocimiento nuevo. Esta exigencia de originalidad puede funcionar como un lastre, porque con frecuencia es una de las fuentes que explican la pulsión competitiva y casi enfermiza que domina la vida de nuestros departamentos universitarios. Hay que considerar la posibilidad de que ser original no se confunda con la idea de ser el primero (y quizás dueño!) de algo, sino que signifique dar origen, dar vida, a procesos que requieren de un ecosistema para sobrevivir y en que los demás no sólo son la causa que nos motiva, sino también su principal efecto. Y es que eso que llamamos los demás, somos nosotros mismos.     

¿Y qué es investigar en sigloXXI?

Para mí es un estilo de vida (dice el autor). Trataré de explicarlo. Comencemos por no exagerar las exigencias o ínfulas metodológicas. Las etnografías de laboratorio han encontrado en el laboratorio a gentes que dominan las prácticas del bricoleur y que improvisan tanto o más que planifican. La metodología es algo que se usa, que se adapta porque se adopta, y que siempre debemos problematizar para entender mejor su función y consecuencias. La metodología no es neutral, ni tampoco inocente. No es raro que el reclamo de mayores exigencias metodológicas esté en la antesala de los discursos menos interesados en la transparencia que en sacar de la escena a los curiosos, los concernidos o los militantes. A veces no se investiga para incrementar el rigor de nuestros asertos, sino para poner en valor una problemática oculta, implementar un proceso de “ingeniería inversa”, lanzar una campaña de comunicación, incorporar nuevos socios a un proyecto, promover la producción de infraestructuras compartidas, animar la internacionalización de algunas ideas, ensayar nuevos protocolos de acción acción o mostrar la presencia de una comunidad invisible (quizás, invisibilizada). En realidad, son pocas las veces que iniciamos una investigación buscando más objetividad.

Personalmente estoy empeñado en defender una noción de investigación que sea mucho más que una práctica profesional, asociada al empleo de herramientas sofisticadas, lenguajes abstrusos, instituciones cerradas, inversiones notables y fines curriculares. Creo que la investigación es sobre todo una cultura, un estilo de vida, y si de verdad queremos comprometernos en la construcción de otro mundo posible, la investigación que hagamos tiene que ser colaborativa, experimental, afectiva y mundana.

Decimos experimental para reclamar el derecho a equivocarnos, aprender de nuestros errores y considerar los obstáculos una oportunidad para ensayar otras prácticas. La condición afectiva se deriva de la necesidad de convertir la habilidad para escuchar, antes que la voluntad de diagnosticar, en la principal seña de identidad de una persona que investiga. Y, desde luego, una investigación mundana evoca la urgencia por conectar los problemas del aula y las respuestas del laboratorio con las preguntas que nos hacemos en la calle.    

¿Qué relación hay entre ciencia e investigación?

En términos históricos contamos con dos imágenes del saber que deberían evocar la misma realidad pero que en la práctica parecerían describir mundos enfrentados. Todavía no nació el ser humano que no ensaye la respuesta que más le conviene y que no rectifique en función de sus valores y expectativas.

Eso del ensayo-error no es asunto de filósofos, sino una práctica cotidiana, ordinaria y generalizada. La investigación no es algo que inventaran los académicos, aunque sea verdad que han contribuido a convertirla en una actividad intensamente formalizada y justamente prestigiada.  Sin embargo, no es menos cierto que la ciencia se nos presenta como algo muy serio, demasiado seguro y muchas veces casi pétreo. Al escuchar la expresión “no es opinable, esto es científico”, pareciera que se nos está diciendo que no es discutible, que es ley inapelable y que, por tanto, es de obligado cumplimiento. Es como si alguien no estuviera mandando obedecer. 

Así que tenemos como dos imágenes contradictorias: una, la investigación, que evoca lo tentativo, lo provisional, lo inacabado, lo abierto; y otra, la ciencia, que pareciera identificarse con lo definitivo, lo incuestionable y hasta lo autoritario.  Sin duda, una de las imágenes es muy acogedora, mientras que la otra es definitivamente antipática.    

¿Y puede haber un diálogo  interesante entre expertos y concernidos?

«Concernido: sentirse afectado o implicado»

No solo puede, sino que debe haberlo. Sobran ejemplos para ilustrar estos prometedores encuentros. A mi me parece muy evocadora la noción que Callon nos propuso de “expertos en experiencia” y que nació de su acercamiento a los afectados en Francia por alguna forma de miopatía. Gentes que, desahuciadas por el estado y el mercado, tuvieron que hacerse cargo de su afección y demostrar que el conocimiento que tenían de su cuerpo y de su malestar era imprescindible para abordar esta familia de enfermedades huérfanas. Y es que de lo que nos pasa nadie puede darnos lecciones, y por eso es un error prescindir del conocimiento experiencial, el bien más abundante del mundo y que todos tenemos, para sacrificarlo en el altar de lo objetivable. No sólo es discutible la deriva que nos llevó a sacar el cuerpo y las emociones de la tarea de investigar, también es innecesario. Sacar de estos procesos lo que sabemos de nuestro cuerpo, calle o entorno próximo, supone excluir de la empresa del conocimiento a la inmensa mayoría de la gente. Es como decirles: nada nos importa lo que sepáis. ¡Qué inmenso despilfarro! ¡Qué gesto tan arrogante!

Lo sabemos y lo diré una vez más: no sobra nadie, todos somos necesarios. Ningún saber está de más, tampoco el saber especializado, lo que faltan son muchos actores.

Necesitamos expertos, jamás fueron más necesarios, pero es un despilfarro prescindir, cuando no desdeñar, los saberes indisciplinados o, en otros términos, los denominados tácitos, afectivos o incodificables.     ¿Y, entonces, cómo relacionarnos con los hechos?  

Todo el mundo tiene derecho a tener sus propias opiniones, pero no sus propios hechos. En este punto, me encanta mencionar algo: “Un hecho -explica U. Beck- es la respuesta a una pregunta que podríamos habernos formulado de otra manera”.  No se niega la importancia de los hechos, pero sí se cuestiona la pertinencia de las preguntas. Quizás no nos estemos haciendo las mejores preguntas, y sólo estemos respondiendo las cuestiones que se hacen los que mandan, los que pagan, los que gritan o los que conspiran. Y si así fuera, sería tan científica nuestra investigación como impresentables sus resultados. Por eso sostenemos el derecho a investigar, entendido como una forma de imaginar y una particular manera de hacer, pues no solo necesitamos libre acceso a los datos o dispositivos, sino politizar también las preguntas, los financiamientos, las métricas y la planeación.

La investigación puede ser clave para imaginar un mundo donde quepamos todas y todos. Tal vez no será un mundo objetivo, rotundo o inmaculado, pero quizás lo hagamos habitable. Puede que sea imperfecto, pero será hospitalario.     ¿Dónde queda entonces el emblemático atrévete heredado de la Ilustración?   Gracias por preguntarme por el «sapere aude» que Kant convirtió en el lema más recordado de la Ilustración. A mí me sigue pareciendo necesario, aunque excesivamente optimista y tal vez demasiado simple; para ensancharlo y matizarlo he escrito dos textos: uno en defensa del sensire aude (atrévete a sentir) y, otro más reciente, para reclamar un dare aude (atrévete a compartir). No hace mucho que mi admiración por Isabel Stengers se amplió cuando la  he visto recomendar para estos tiempos que corren un aude sapere que nos invita a explorar otros caminos.  Si el atrévete a saber era una invitación a no dejarse llevar por la autoridad de los antiguos y a sólo confiar en los hechos experimentales, este nuevo “saber atreverse” confía menos en los métodos orientados a la objetividad ya aquilatados y nos anima a ensayar itinerarios hacia la conviavilidad. Y, en fin, espero que no sea imprescindible decir que no hay ninguna necesidad de contraponerlos. Y para terminar:   

Si investigar es una manera de estar en el mundo, ¿cuándo o cómo sabemos que termina un experimento?

 Nunca lo sabremos todo. Siempre quedará otra diferencia que reconocer y un nuevo experimento por hacer.

Más aún, eso que llamamos investigar debe hacernos tolerantes a la incertidumbre y abiertos a la posibilidad de que todo pueda cambiar por una nueva perspectiva, la irrupción de otras demandas, la presencia de distintos actores, la eventualidad de diferentes herramientas, la necesidad de ser más inclusivos o la urgencia de mayor sostenibilidad.

Pero una investigación, sin embargo, no puede ser infinita, debe terminar en algún momento. Sería ridículo aguardar hasta que no tengamos certeza absoluta. La ciencia no funciona así y la investigación menos aún.  La vida, obviamente, tampoco. ¿Cómo saber que una investigación ha terminado si la evidencia nunca será total y hemos aprendido a valorar más el proceso que el resultado? Para intentar responderlo, me viene al  recuerdo algo que aprendí del hiperrealista Antonio López, quien, preguntado por cuándo consideraba que una obra suya ya no necesitaba más detalles y, en consecuencia, estaba terminada, respondió que sabia que un cuadro estaba acabado cuando le “llamaba otro con más fuerza”.  Y así terminan las investigaciones, las pinturas y las charlas, cuando la vida que hay ahí fuera del aula, del estudio o del salón te reclama con toda su potencia.

Juan Joé Ostériz

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