Con esta patética exclamación concluye el Maestro John Eckart un largo proceso teleológico fundamentado en la escolástica de Tomas de Aquino , quien había incorporado al pensamiento cristiano la lógica aristotélica dentro de los esquemas neoplatónicos de entender la fe , sistema este ultimo que tuvo en Agustín de Hipona uno de sus representantes más influyentes y emblemáticos.
Meister Eckart fue uno de los místicos más influyentes del Medioevo y paradójicamente sus tesis sobre la esencia de Dios le valieron la excomunión de la iglesia católica, ya que planteaba, dentro de sus frondosas y diversas argumentaciones, que para recibir a Dios necesitábamos vaciar nuestro ser de apegos humanos, algo en verdad muy similar a lo planteado por los místicos orientales del budismo quienes practican la vacuidad del ser como vía para llegar al nirvana, cuando los exegetas oficiales sostenían tesis distintas basadas en la unidad cuerpo y alma.
Fue así este sacerdote del siglo 14 un hombre atormentado por las dudas nacidas del uso de la razón aunque como místico estableciera a nivel sensorial una comunicación con Dios. Por eso cuando el padre que oficiaba la misa en la acogedora capilla donde fui inició la homilía preguntándole a la feligresía que era un sacerdote estuve tentado en responder, recordando a Eckart, que era un hombre atormentado entre las dudas y la fe. Afortunadamente opté por el silencio porque probablemente hubiese complicado la seráfica exposición de este joven sacerdote, imbuido de un espíritu pastoral alegre y pedagógico.
Además me imaginé haciendo el papel ridículo de un intelectual que no soy, por eso el silencio me protegió de la inmodestia y de aparentar conocimientos donde solamente existen dudas y preguntas. En alivio de mi contradictorio estado de ánimo vinieron a mi mente la imagen de tres curas santos a quienes admiro por la simplicidad de su fe y su fortaleza para imponer al mundo sus ejemplos de vida como demostración inequívoca de la existencia de Dios. Juan María Vianney, el Cura de Ars , quien desde el confesionario de un poblado de apenas cien personas irradio esperanzas a toda Europa; Francesco Forgione, el Padre Pió, quien fue uno con Dios a pesar de las persecuciones en su contra que algunas veces emprendieron desde el Vaticano y Giuseppe Roncallo, el Papa Juan XXIII, Sumo Pontífice con alma de campesino, quien al convocar el Concilio Vaticano II le abrió las puertas a las corrientes sociales del catolicismo para comprometerlo en una militancia a favor de las causas de quienes sufren de postergación social y económica.
Inspirado por el recuerdo de estos tres santos me dispuse a disfrutar de las sabrosas enseñanzas impartidas por el joven sacerdote con quien establecí además un vínculo silencioso de camaradería ya que nos informó que además de cura era licenciado en Comunicación Social. Vi en él a un digno representante de ese catolicismo fresco y participativo que asume la solidaridad del colectivo como una misión del apostolado sacerdotal.
No obstante poco duró mi estado de sosiego mental porque al continuar la homilía el padre le entró al tema de la eucaristía y la transubstanciación. Otra vez las preguntas y nuevamente mi silencio para no hablar de John Wyclef y Juan de Hus, quienes alegaban que en la Eucaristía solamente hacíamos una representación simbólica de Cristo y por esta y otras críticas se convirtieron en precursores de una Reforma que tuvo en Martín Lutero el ganso que no pudieron asar, según profecía póstuma sobre la hoguera del último de los Juanes citado.
Una transubstanciación que el Concilio de Trento oficializa como dogma de fe junto a la existencia de un pecado original basado en la posteriormente rebatida teoría creacionista. Un Concilio muy bueno, entre otras cosas, porque busca formar sacerdotes con la creación de Seminarios pero también muy malo , también entre otras cosas, porque legitima la Inquisición como instrumento de dominio católico frente a quienes por creer en Cristo de manera diferente fueron calificados como herejes y por tanto sujetos a ser castigados con tortura y con muerte.
Pero nuevamente logré apaciguar mi mente al escuchar del joven sacerdote las palabras mágicas, el amor y la caridad cristiana. Ese amor que ha llevado a los Papas a pedir perdón por los errores de la Iglesia Católica, ese amor hacia el prójimo del cual ha hecho bandera el catolicismo latinoamericano al convertirlo en solidaridad con los pobres. Ese compromiso que establecieron nuestros obispos en las Conferencias de Medellín, en 1968 y en Puebla en 1979, y que algunas veces por razones políticas se pone de lado.
Con este sentimiento salí de misa y una semana después, en otro templo, al leer la hojita dominical sentí una inquietud profunda. Ese día el evangelio se refería a las instrucciones de Jesús a los Apóstoles de predicar en condiciones de pobreza. Esto lo resaltaron los editores con la siguiente Monición:” La evangelización tiene que hacerse con espíritu de pobreza. La ostentación lujosa es contraria a la Buena Nueva. Los cristianos deben ir por el mundo sin dinero, sin provisiones, sin maleta.” Me enorgullecí de haber conocido a tantos sacerdotes y laicos comprometidos con estos postulados esenciales de Vaticano II. Para terminar podemos responderle a Meister Eckart: Dios existe a pesar de la razón y de nuestras dudas.
Jorge Euclides Ramírez