Así como es fácil observar que cada treinta años se cierra un ciclo político en Venezuela, destructor de paradigmas, podemos suponer que en el 2019 habrá de concluir el período de incertidumbre que se inicia en 1989. Allí fenece la república civil de partidos, forjada treinta años antes, en 1958.
Pero es audacia de ignorantes querer fijarle contenidos anticipados a lo que habrá de ocurrir. Más lo es intentar responder hacia dónde vamos los venezolanos, hasta que no hayamos definido un camino apropiado y compartido, de unidad en la pluralidad, y sobre todo eficaz para labrarnos el destino al que aspiramos todos.
Deambulamos por los caminos varios, en un ir y venir propio de desorientados o jugadores de azar, atrapados entre agentes de viajes, amos de casinos, comerciantes de baratijas, a los que sólo importan sus ventas e intereses.
Pedro, sobre la Via Appia, le pregunta al Mesías Quo Vadis, Domine. Este le responde con Verdad, pues es Ser y Esencia plenos y en plenitud: Roman vado iterum crucifigi, ¡voy hacia Roma para ser crucificado de nuevo!
Sabía bien el Maestro que, si Pedro no se daba la vuelta y retomaba su destino superando los miedos, quedaría crucificada la Iglesia naciente.
A la pregunta Quo Vadis, Venezuela, susceptible de formulársele a quienes tomaron la vía de Oslo-Barbados o ahora la de la Casa Amarilla con Pedros impostores y de circunstancia, mi respuesta sería, dudando: ¡Van hacia Miraflores, crucificando una vez más a los venezolanos ¡
Solo una falta de memoria imperdonable – aquí sí – explica que al término del primer recorrido – Oslo/Barbados – y al que sigue el otro, se digan algunos, para justificarse, que al menos quedó en evidencia la mala fe de Nicolás Maduro y su asociación criminal transnacional.
La pregunta, entonces, no sería Quo Vadis, sino ¿cuántas veces más debemos probarnos y probarle a los otros, el espíritu zorruno y ladino de interlocutores de tan amoral trayectoria?
José Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote recuerda que “la misión de los árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y sólo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos sentimos dentro del bosque”.
He optado, al efecto, por la metodología que describo en mi más reciente libro sobre Calidad de la democracia. Reza así: “Sólo el texto de una obra permite ordenar el reparto de los actores – en el caso, los actores de la democracia – para que, al margen de sus actuaciones respectivas [las individuales], todos a uno logren armonía de conjunto y un desenlace [exitoso] a la trama. Y para que, al término, ganen todos con la satisfacción emocionada del auditorio que los mira, que también es participe central de la obra”.
“El público que observa desde la galería – agrego – puede captar en los actores de escena discursos distintos e inconexos, que pueden corresponder o no a los niveles distintos y las variantes de los diálogos planteados; más lo cierto es que a lo largo de la obra y al término, no la pueden desconocer quienes ocupan las butacas del teatro y ya han pagado su abono con el sufrimiento o la expectativa. Luego del clímax de la obra, donde todo es aparente confusión, sucesivamente se han de resolver los conflictos entre los personajes de la trama”.
El caso es que varias obras se escenifican, juntas, en el «teatro de la democracia», domiciliado en Venezuela. Mientras, otra, la real, avanza oculta entre bastidores. Aquellas, las primeras, distraen y confunden, chocan entre sí y se neutralizan ante un público fastidiado, decepcionado, y la última hace de las suyas, empuja su actuación hacia un desenlace fatal.
Los títulos de las primeras son populares: “Cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres”; otro, que lo debemos al genial dramaturgo José Ignacio Cabrujas, “Caja de gatos”, o encuentro entre socialistas en Barbados; el último y desdoroso, “La Casa Amarilla o aquí no pasa nada”.
En el escenario se empujan los actores de éstas queriendo mostrar cada uno su mejor talante, con narrativas improvisadas e imaginarias, y tras el telón se representa, en efecto, una tragedia con otro diálogo cerrado: “El señor de los cielos secuestra a Venezuela”.
Ella canibaliza al cuerpo de la nación y lo posee con violencia, lo deja sin territorio. Expulsa a sus hijos, huérfanos, y les anula la autonomía de la voluntad, les infesta con drogas y crímenes y adormece con sus dineros. En cada representación, durante cada noche, mata al Estado y al pueblo venezolano lo crucifica.
Hete aquí lo importante y la enseñanza.
Hace pocos días se presenta en el teatro un ilustre visitante, el embajador venezolano Gustavo Tarre Briceño, quien aprovecha el intermedio e invoca al TIAR gritando ¡Alerta! Advierte que se recrean dramas a la vez y hacen tráfico las ilusiones, cuando en la parte trasera “El señor de los cielos” prepara su culmen magistral, la voladura de todo el teatro con su audiencia.
Si me preguntasen y aquí termino, Quo vadis, respondería que voy a la parte oculta del escenario para reclamar se le clausure y con ella a la tragedia de muerte y traiciones que procura el Vellocino de Oro, emulando a la Medea de Eurípides.
Luego volveré a mi butaca, conjurado el peligro, y presenciaré, ahora sí, el drama de la libertad, con sus resoluciones varias y por hacer. No sé de su final, puede ser novedoso.
Asdrúbal Aguiar