Se cumplen en estos días, 30 años del fatídico asesinato del político colombiano Luis Carlos Galán promotor y gestor de lo que se llamó en su momento el Nuevo Liberalismo Colombiano. Confieso que reitero mi atención sobre un suceso tan cruel y vil, porque no solo conmocionó a la sociedad del vecino país, sino a notables y sensibles espacios de la vida democrática de todo el continente. Ante la muerte de Galán yo no soy la excepción.
En lo personal me conmocionó de manera muy directa su violenta desaparición física, pues me correspondió entrevistarlo durante su visita a El Nacional en julio de 1989 y unos 15 días después, escribir la nota obituario del hombre que estaba predestinado a dirigir los destinos de Colombia. Con su caso, se suponía, que el debía marcar la urgente diferencia que clamaban en ese momento los colombianos al enfrentar con una suicida determinación el terrible flagelo del narcotráfico.
Luis Carlos Galán era un político de ideas, una rara especie que no abunda mucho en nuestros días. Encarnaba un proyecto que bien pudo hacer de Colombia una sociedad muy distinta a la que representan hoy. Además de esos atributos, exhibía una inteligencia audaz y empática. Era muy difícil no estar de acuerdo con un planteamiento político, que anteponía la honradez y la claridad de propósitos a cualquier otra práctica partidista. Culto y entrañable, mostraba un patrón de motivaciones que llamaban la atención de todos sus interlocutores y durante su visita a Venezuela, mostró suficientes arrestos para convencernos.
Las investigaciones judiciales posteriores a su deceso demostraron una demoledora realidad. El narcotráfico había percolado a las más sensibles estructuras del estado y la sociedad colombiana. Su muerte, que no fue un hecho aislado, formó parte de un rosario de tragedias que moldearon en el alma de la sociedad colombiana un destino algo más que trágico. Ese horror de muerte y complicidad, liquidó la vida de brillantes y notables líderes políticos, insignes periodistas, audaces editores, notables empresarios y fogosos intelectuales.
La complicidad omisiva del aparato de seguridad de Galán amancebado con sus sicarios fue determinante en ese torvo desenlace. También así, la traición instalada en su entorno por vía de hombres de su entorno cercano como Alberto Santofimio Botero, asesor de Galán, pagado por el narcotráfico para perderlo en la bruma de ese piélago de intrigas. Su muerte significó una inflexión en la lucha del estado colombiano contra el narcotráfico, así como de toda la ciudadanía contra la clase política corrupta que dominaba el Estado Colombiano.
La acechanzas y muertes por encargo ordenadas por los carteles de la droga prosperaban en Colombia porque había una densa complicidad en los cuerpos policiales, en las estructuras militares que debían combatirlos, así como en una clase política que aprendió a medrar de la generosidad de los capos de la droga a cambio de cierta tolerancia indolente, así como de una barragana aceptación social.
En días pasados, José Rafael Ramírez, un periodista voraz e incisivo, avecindado en Maracay, explotó un caso de altísima peligrosidad y notoria trascendencia. El Gordo Ramírez, como afablemente lo nombramos, publicaba una nota donde advertía un confuso incidente. Un caso no lo suficientemente esclarecido, que daba cuenta del secuestro de una pareja de supuestos narcotraficantes a manos de unos efectivos del CICPC, que demandaban 500 mil dólares de coima, para liberar a la pareja de inmaculados narcos.
Una orden -del más alto nivel- ordenó vulnerar el negocio de los emprendedores policías. Se aseguraba en la primera versión, que Néstor Luis Reverol ordenaba explotar a los comisarios, porque los narcos tenían dolientes, y sus padrinos en Colombia exigieron una explicación que diera perfecta cuenta de un desaguisado que lesionaba sensibles intereses en el cartel de la droga y sus socios locales.
Juan Carlos Nieto y Neichelly Martínez son los afectados del caso. Fueron detenidos mientras “negociaban su droguita” por los malvados policías, que tras un largo cautiverio exigían esa cantidad de dólares para facilitar su liberación. Los datos fueron aportados en la narrativa oficial de una rueda de prensa convocada por el Jefe del CICPC quien además aseguraba que los implicados “tramaban una jugada para mejorar sus finanzas”.
Hay dos elementos de juicio que no pueden pasar desapercibidos en una revisión superficial de este caso. Los narcotraficantes retenidos, al parecer tienen todo el derecho a mercar su droguita con las libertades que confiere a todo ciudadano la malhadada economía de mercado. Los policías, abatidos por la inconmensurable crisis económica que demuele el país, por un momento pueden prescindir de sus deberes éticos morales e intentar un emprendimiento informal, un resuelve, para luego volver al redil de la ley y las buenas costumbres. Pero bien buchones.
Ese detalle no se explicó suficientemente en la rueda de prensa del comisario Douglas Rico. Los ciudadanos de este país, aún no saben, y menos aún, no comprenden porque los policías secuestran a narcos para pedir rescate. Y porque esos mismos policías pueden intentar esos emprendimientos informales para mejorar su maltratada economía. Lo único cierto en todo este embrollo es que se trató infructuosamente de descalificar el trabajo del periodista que alertaba la grave situación que ahora queda develada. Matar al mensajero.
Si alguna duda queda, el poder corruptor del narcotráfico permeó sensibles espacios de nuestra sociedad. Enfrentamos –Dios así no lo quiera- una compleja situación donde el estamento militar, las policías, y los mismos líderes políticos hayan podido ser cooptados por la magia seductora del poder económico del narcotráfico. De ser así, corremos el mismo peligro que costó tantas muertes y deserciones a los hermanos colombianos. La trágica muerte de Galán, hace 30 años, me hizo pensar seriamente en el riesgo que ahora corremos quienes desde el periodismo alertamos la insondable relación entre el poder corruptor de los narcotraficantes y la insensible vanidad de algunos policías.
La noticia del Gordo Ramírez, sobre esos tombos secuestra narcotraficantes, es una de esas conmociones periodísticas que demandan lo que se llama en nuestro argot profesional, un segundo día. Un seguimiento que arroje luz sobre tanta inmundicia. Por eso son tan necesarios los periodistas que no se rinden, ni se entregan.
Alfredo Álvarez
CNP 5289