No la alteraban sino los problemas familiares de enfermedades, ausencias, muertes. Era sensible y apegada. Nunca la conocí en una explosión de ira, aunque detestaba a un conocido político venezolano que le hizo mucho daño a papá. Cuando muy pequeña nuestra primera sobrina estuvo en trance de muerte, su máxima y heroica promesa a Dios por su salvación fue rezar por éste. No le conocí ninguna otra pasión negativa. Pequeñas repugnancias sí, por ejemplo, por el “imperio“ y los Medias Rojas de Boston, porque una hermana nuestra, su ahijada, se fue definitivamente a vivir allá, se hizo fan del equipo de beisbol de la ciudad donde vivió largo tiempo y ciudadana de los Estados Unidos. Estoy describiendo a mi hermana mayor Berenice, que el 31 de mayo pasado pasó a la eternidad. Tenía 96 años. Como ella y yo permanecimos solteras, prácticamente convivimos juntas mis 93 años de vida.
Sin embargo, aunque este artículo, por su mismo título, lo dedico a su memoria, no es de ella que quiero hablar, aunque tuvo suficientes méritos intelectuales y apostólicos, como alto dirigente de acción católica, para merecer uno, pero no me toca a mí hacerlo, adolecería de vanidad fraterna. Quiero hablar de paz, en Venezuela, en el mundo, en las almas.
Estamos viviendo en nuestra patria una trágica etapa histórica. La llamo trágica porque ha habido sangre de inocentes en nuestras calles, muertes injustas, incluso en los hospitales por falta de insumos sanitarios, sobre todo y lo que más clama al cielo, de niños. Y muchos otros males harto conocidos y señalados, no es necesario referirme una vez más a ellos. Baste decir que hay cientos de hogares en duelo. Cuando esto sucede en un país es porque no hay paz, ésta es consecuencia y fruto directo de la justicia. Y sucede en el mundo; y sucede en las almas.
La justicia es el respeto y la vivencia de las leyes, de los derechos humanos. Cuando todo esto se atropella y se desconoce, salta en pedazos la paz e impera la violencia. Miremos el país, miremos el mundo, miremos las almas. Todos en guerra.
Parecería que lo más importante y perentorio es pacificar el mundo y esta paz se colaría hacia las naciones y las almas. Se convocan reuniones, foros, conferencias, congresos, se fundan instituciones mundiales con este fin, ¿y dónde estamos? ¿De qué sirve la ONU? Es un armatoste burocrático para tomar resoluciones intrascendentes, ineficaces, cuando no equivocadas. Allí lo que hay es un juego de intereses y cuotas de poder. ¿Ha habido acaso, al menos, una mano tendida para aliviar siquiera la crisis humanitaria que padece Venezuela? ¿Y los conflictos y guerras entre naciones, religiones, sectas, fanáticos de uno y otro bando que desgarran los pueblos? Quizás ha habido algún pequeño logro aquí o allá, pero muy lejos estamos de alcanzar una paz universal, herencia de una justicia internacional.
Hemos equivocado el camino. Partimos de lo grande a lo pequeño y es al revés. Hay que ir de la unidad al todo. Partamos de nosotros mismos como individuos. Parte de ti. Busca con empeño la paz de tu alma que también es consecuencia de la justicia. Es muy probable que estés en deuda e injusticia con tu Creador. Le reclamas derechos cuando tú no has cumplido tus deberes con él. Eso no es justo ni suscita paz en tu alma, esa ausencia se refleja en la sociedad. La humanidad está desasosegada e inquieta, no sabe amar sino odiar. Nuestro planeta está urgido de almas pacíficas que proyecten amor.
Alicia Álamo Bartolomé