En un principio todos fuimos soldados. Armados con venablos de piedra hacíamos tropa en permanente búsqueda de alimentos, en torno al fuego transportable dibujábamos epopeyas de caza en los límites del territorio a defender de tribus invasoras. Todos éramos soldados, todos éramos la guerra. Con nuestras debilidades construimos una ruta para la supervivencia, todos éramos guerreros unidos por la causa de la supervivencia. Gradualmente nuestro cerebro fue abriendo ventanas de luz dentro de la oscuridad animal que nos movía a la violencia para resguardar las cosas que nos daban seguridad inmersos en la vorágine de muerte y persecución que delimitaban los límites del éxito evolutivo.
Al dominar al fuego inventamos la sopa y aprendimos un menú vegetal desde el cual iniciamos una ruta de progreso sin tener que matar. Pero siempre mantuvimos al soldado despierto para evitar la invasión de lo extraño. Subimos empinadas encuestas en base a preguntas que nunca terminan. Así fuimos organizando mundos nacidos de la curiosidad por descubrir la felicidad escondida en la profundidad de la esperanza.
En jeroglíficos sobre paredes cavernarias escribimos los balbuceos pictóricos de nuestro pensamiento salvaje, de nuestro discurso salvaje. Nuestra conciencia atrincherada en lo elemental elaboró los códigos primarios para expresar el mundo genésico donde los instintos le hicieron nido material al vuelo de ideas conectadas directamente con nuestras habilidades manuales.
Asistidos del olfato de nuestros aliados caninos y confiando en ellos el olor de las presas y el sistema de alarmas recogimos nariz y mentón para hacerle camino a sonidos que luego convertimos en palabras. Con la palabra triunfamos sobre las garras y los dientes de nuestros competidores y así fuimos también soldados expedicionarios de inquietudes intimas, buscando una armonía interior que algunos llaman alma.
Dueños de la palabra capturamos el mundo visible y el mundo imaginado, tomamos propiedad del planeta y de su entorno cósmico. Nombramos lo asible y lo inasible y en cada conquista, en cada espacio dominado colocamos la bandera inteligente de un nombre, de un sonido, de una palabra con la cual encadenamos realidades y ficciones para intentar copiar el fuego eterno del verbo que nos creo.
Del discurso salvaje constituido de razones primarias para la subsistencia, del discurso soldado donde la violencia era una rutina que daba piso a las necesidades evolutivas, pasamos al discurso donde la palabra era además de representación fáctica un aleteo desesperado de preguntas y sueños.
Con base a la palabra que nombra y la palabra que vuela entre nosotros y las incertidumbres sometimos la realidad inmediata a nuestros designios e introdujimos nuestra razón como parte integrante del mundo fenoménico. Por eso ahora somos navegantes asustados de un planeta sobre el cual hemos establecido un dominio fundamentado en juegos de poder, en juegos de guerra. Un planeta en el cual han tenido éxito los soldados anclados en el discurso salvaje en detrimento de los soldados que viajan con palabras hacia las verdades del alma.
Pero la esperanza de los débiles comienza afloramientos desde una conciencia colectiva que reclama espacios para la tolerancia y la convivencia organizada en base al respeto de la dignidad humana y la dignidad de todos los integrantes de esta nave planeta que esta enferma. Por eso los soldados de las fogatas y los aullidos están acuartelados en sus muros, preguntándose si con sus armas de muerte podrán detener la fuerza de la palabra, de la idea, de la vida que tiene al hogar, las calles y las plazas como plataforma de amor y resistencia frente a violencias escatológicas.
Todos somos soldados, inscritos en nuestros códigos genéticos tenemos el instinto de lucha y preservación. Todos somos soldados y llamamos valentía, coraje y espíritu de combate la conducta con la cual enfrentamos amenazas. Todos somos soldados, algunos con armas bélicas pero de pocas ideas y palabras, otros sin armas con muchas palabras y pocas ideas, otros con muchas ideas pero sin armas y sin posibilidad de transmitir sus palabras, otros con todas las armas con muchas palabras y ninguna idea productiva.
Si la palabra logra triunfar sobre el fusil, si la idea logra dominar los instintos violentos, si el discurso racional logra neutralizar al discurso salvaje sin exterminar sus bondades para la indispensable interrelación básica del hombre con su entorno. Si sacamos a los soldados de armas letales de sus muros construidos con adobes de miedo y los hacemos militantes de la Parusía, si logramos que la palabra, la idea, la esperanza nos defienda de lo incierto, seguiremos avanzando hacia el centro de nosotros mismos.
En Venezuela existe actualmente un ejército grande y poderoso de soldados de la idea y la palabra. Están por todas partes, incluidos los recintos militares. Este ejército ya se ha manifestado y aguarda cobijado en la quietud aparente. Este ejército existe aunque esté en silencio. No tiene partido ni es cuantificable. Todos somos soldados.
Jorge Euclides Ramírez