Cristo ya resucitó. Y El nos prometió resucitarnos también a nosotros. ¿Cuándo? En el fin del mundo. Entonces ¿por qué tenerle miedo a ese momento? ¡Va a ser maravilloso!
¿Resucitar para estar dónde? En un sitio llamado “la nueva Jerusalén”, según nos cuenta el último libro de la Biblia, el Apocalipsis.
Allí nos habla San Juan de un “Cielo nuevo y tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía. También vi que descendía del Cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén.” (Ap. 21, 1-5).
La primera tierra, ésta en que vivimos, ya no existirá, al menos no así como la conocemos, pues San Juan dice haber visto en su visión, una “tierra nueva”. Curioso que también hable de “Cielo nuevo”. Y es lógico, porque hasta que llegue ese momento, las personas fallecidas son almas inmortales aisladas de sus cuerpos, los cuales están en descomposición o hechos cenizas. Y el nuevo cielo va a ser para personas glorificadas, cuyas almas se han unido a sus respectivos cuerpos. De eso precisamente se trata nuestra resurrección.
Y todos resucitaremos. La meta es ese “Cielo nuevo”. Pero ¡ojo!, porque el mismo San Juan nos advierte: “Los que hicieron bien resucitarán para la Vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).
Al terminar la historia, al fin de los tiempos, en el momento del fin del mundo, descubriremos qué es esa Jerusalén Celestial que Dios nos ha preparado.
San Juan sí nos dice que esa bellísima ciudad desciende, es decir, proviene del Cielo, de Dios. Y “es la morada de Dios con los hombres”. Esa nueva ciudad somos nosotros, pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, que se une definitivamente a Dios: Dios viviendo en nosotros y nosotros en Dios.
Notemos que San Juan nos informa que en esa “tierra nueva” ya no hay mar. Simbolismo curioso para indicar que ya no habrá turbulencia, ni agitación, tan propia de las preocupaciones terrenales. Habrá paz, paz verdadera, y seremos plenamente felices, lo que siempre hemos deseado. Y seremos así de felices, porque “Dios enjugará todas las lágrimas, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni penas, ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”.
Estaremos en medio de una felicidad plena. Una felicidad tal que resulta inimaginable, pues sobrepasa infinitamente todos nuestros conceptos humanos. Y si la pudiéramos imaginar, tampoco podríamos describirla. Lo que nos queda es esperarla y procurar formar parte de ella.
Isabel Vidal de Tenreiro
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