En San José de Costa Rica se celebraba la Semana Santa con mucha solemnidad, al menos las que yo viví allá entre 1937 y 1941, un total de cinco en mi temprana edad de los 11 a los 15 años. No sé ahora, porque los tiempos y las costumbres cambian al paso de los años y han pasado 78 desde mi última experiencia pascual en tierra tica. Sin embargo, a pesar de esa solemnidad, no daban toda la semana de asueto, sólo desde la tarde del Miércoles Santo, cuando empezaban las procesiones; en la mañana los estudiantes asistíamos a clases. No era la Costa Rica que conocí y viví, un país de muchas fiestas, pocas civiles, las normales religiosas y más bien quedaban las de Navidad y Año Nuevo dentro del período anual de las vacaciones escolares, porque el año lectivo va de marzo a noviembre.
Las procesiones iban del Miércoles al Viernes y tenían una característica: sólo las imágenes de Cristo y de la Virgen eran tallas policromadas al estilo hispano, como las nuestras, vestidas de ricas telas y con ese inconfundible realismo en el gesto doloroso de los rostros, característico del barroco andaluz. Los otros personajes bíblicos que acompañaban el paso de Jesús y de María, eran personas reales, niñas o adolescentes, debidamente ataviadas según la época y el lugar donde se sucedieron los hechos que se conmemoraban. También las llevaban elevadas en andas a hombros de cuatro cargadores. Estas andas tenían un palo vertical donde, por debajo de la ropa, se amarraba la imagen viviente, así y con los pies bien afincados a la tabla, se lograba mantener el equilibrio. Los momentos más difíciles eran los de ascender y descender las andas, pues los cargadores, por más diestros en el oficio que fueran, no podían lograr un unísono perfecto en la ascensión ni en el descendimiento.
Las figuras evangélicas que representaban las imágenes vivientes, eran precisamente las valientes mujeres que acompañaron al Hijo de Dios y su Santa Madre en la pasión, las que llamamos las tres Marías: María Cleofás, María Salomé y María Magdalena, ésta, la más famosa por su arrebatado gesto de amor en casa del fariseo Simón -donde estaba Jesús comiendo- de derramar el costoso perfume sobre el Mesías, bañarle los pies con sus lágrimas y secárselos con su cabellera; lo que escandalizó a Simón porque se trataba de una prostituta conocida, pero sirvió para provocar la gran frase redentora de Cristo: …le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho (Lc 7, 47).
El fariseo dudó de la autoridad del Maestro y su clarividencia porque pensó que evidentemente no sabía la triste fama de la mujer, pues no hubiera aceptado tal homenaje ni dejado tocar de ella. Lo que ignoraba Simón es que precisamente Jesús había venido en busca de los pecadores para perdonarlos y restituirles su dignidad. Y es lo que sigue haciendo con nosotros hoy y nos hacemos los sordos. No nos damos cuenta de algo sugestivo y trascendental que oí hace poco: en todas las religiones el hombre busca a Dios, menos en el cristianismo; en éste es Dios quien busca al hombre. Es la Semana Santa un buen momento para detenernos y reflexionar si estamos respondiendo a Dios con nuestra vida.
Como dato curioso remato con la siguiente anécdota. En aquella Semana Santa de 1938 en San José de Costa Rica, la pre-adolescente escogida para personificar a María Magdalena, aunque apenas estaba un poco gordita, pesaba mucho más de lo que representaba. Se asustó un poco al levantarse el anda por el titubeo de los cuatro cargadores, pero esto sirvió para que ellos se dieran cuenta de que no aguantarían solos todo el recorrido y así optaron por cambio de posta a mitad de camino: entraron a hacerse cargo de cargar a la jovencita otros cuatro robustos y frescos. La muchachita aquella… ¡era yo!
Alicia Álamo Bartolomé