Todo va desapareciendo poco a poco, es la ley de haber nacido. Como todo lo creado -o evolucionado si se quiere ser radical anti-creacionista- está destinado a desaparecer. Todo camina hacia un fin, como el río que se disolverá en un lago, en otro río o en el mar. Ese fin, para unos, es la eternidad, para otros la nada. Se sea del reino animal, vegetal o mineral, un día ese ser no será. Hasta la roca, que parece imperecedera, al paso del agua y de los siglos terminará en arena y ésta también acabará. Polvo eres y al polvo volverás, nos dicen cuando nos trazan la cruz en la frente el Miércoles de Cenizas que inicia los 40 días penitenciales de la Cuaresma, que estamos viendo actualmente, preparación para la fiesta principal del cristianismo: la Pascua de Resurrección. Es decir, nos recuerdan ese final ineludible de nuestra humanidad corpórea, porque el alma es otro cantar.
Por eso resulta tan tonto ver a la gente aferrarse a cosas en afán de posesión, qué poco tiempo durará ésta, cuando mucho, un poco más de 100 años y bien poca cosa es un siglo en la historia. Nadie se lleva a la nada o a la eternidad lo que posee, nunca he visto un ataúd con gavetas. Y los pobres faraones, que se hicieron esas tumbas rimbombantes de las pirámides y las llenaron de objetos de usos, como de sus joyas personales, en su inocencia religiosa creían que iban a gozarlas en un más allá. Sin embargo, lograron tres consecuencias muy buenas: trabajo apasionante para los arqueólogos, contribución para reconstruir la historia y jugosos ingresos por turismo para el pueblo egipcio. Dios premia la inocencia.
Después vienen los que creen que no acabará nunca su mandato, sea porque fundaron y dirigen empresas financieras, políticas, benéficas, culturales, educacionales o apostólicas. Se enquistan en el poder porque las consideran propias porque las crearon o las llevaron exitosamente adelante. Pierden, en su soberbia, la visión de la verdad: nada tenemos propio, nos dan una misión en la vida, sólo somos instrumentos más o menos fieles a ésta, pero no nos pertenece la institución por más que hayamos puesto alma, corazón y vida en ella. Nuestro tiempo tiene que pasar, nos hemos ido consumiendo en edad, capacidad física y mental. Es tiempo de ceder el paso a las nuevas generaciones que aportarán también nuevas ideas y fuerzas. Cuántos, ciegos de su realidad, se han convertido en muros de contención del progreso de una organización, anclados en el pasado, que es justamente lo que ellos son ya. Cuántos reemplazos brillantes fueron castrados en su juventud prometedora por esos fósiles.
Tristemente este es el caso de nuestro país hoy. Un gobierno de un socialismo aberrante con el sólo fin de destruir para dominar. 20 años de fracaso para la patria y de triunfo para la iniquidad y ésta, ya en etapa final de consumación, sin que sus adalides lo quieran reconocer, en aferramiento desesperado al poder mafioso que los colma de ilegítimos beneficios. Tienen razón, si caen, se consumen totalmente. Pasarán a la historia como un borrón, como una era de oscuridad y asco. Si logran escapar de la furia popular, ¿a dónde irán?
Lo único que no se consume hace miles de años lo contó la Biblia: … Veía Moisés que la zarza ardía y no se consumía (Éxodo 3, 2). Moisés se acercó curioso ante la extraña visión y Dios le habló. Inefable conversación entre el mortal y el infinito. A una pregunta suya Dios le contestó: Yo soy el que soy (ídem 14). Es decir el que es, el único ser que lo es por sí mismo, no creado, sin principio ni fin. La breve palabra Ser encierra el infinito, por eso en nuestro idioma -no sé en otros- es a la vez sustantivo y verbo.
La zarza ardiendo que no se consumía reveló a Moisés la presencia divina. A nosotros también: sólo la verdad no se consume… ni la esperanza afincada en la fe.
Alicia Álamo Bartolomé