La parábola del hijo pródigo tal vez sea una de las más conocidas. Es la del hijo que gastó toda una herencia, que ni siquiera le correspondía. (Lc 15, 1-3.11-32)
El hijo, sin importarle cómo se sentiría su padre, se va de la casa. Y tenía que sucederle lo que le sucedió: despilfarró todo y llegó a la indigencia total. No le quedó más remedio que regresar a casa.
¡Cuántas veces no hemos hecho nosotros lo mismo con nuestro Padre Dios! Nos hemos ido de su lado, en busca de independencia, sin darnos cuenta que sus deseos e instrucciones son para nuestro bien.
¡Todo lo que nos ha dado y nos sigue dando en gracias! Y ¡cómo las despilfarramos!
Y… ¿hemos pensado alguna vez cómo se ha sentido nuestro Padre con nuestra huída de casa? Y aquí no vale jugar a ser teólogos para decir que Dios no siente. No sentirá como nosotros, pero de alguna manera debe sentir, porque Jesús -Dios Hijo- es el que cuenta esta historia para decirnos cómo es y cómo “siente” Su Padre, nuestro Padre. Nos habla del dolor del padre y la nostalgia por la falta de su hijo.
Regresa el hijo a casa y no regresa por amor, sino por pura necesidad. Y aquí nos presenta Jesús la escena más conmovedora: “Estaba todavía lejos cuando el padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él y, echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos.” ¡Cuántas veces no se habría asomado el padre al camino para ver si por acaso al hijo se le ocurría regresar! ¡Y cuántas veces no se asoma nuestro Padre Dios a vernos descarriados mientras seguimos de espaldas a Él, alejados de su casa y, triste, se vuelve para esperar otro momento! (Es lenguaje figurado, pues podríamos decir que Dios nos tiene “en pantalla” constantemente).
El hijo creía que su padre lo iba a rechazar. ¡Pero no! No hay reprensión, ni el más mínimo reclamo: sólo amor, perdón y ternura. Lo mismo pasa cuando nosotros, cual “hijos pródigos”, nos levantamos de nuestro error, de nuestras andanzas lejos de casa y decidimos regresar.
Es lo que sucede cuando, arrepentidos, pedimos perdón a Dios en el Sacramento de la Confesión. Dios nos perdona, y nos perdona de tal manera, que ni siquiera nos reclama. Tampoco nos pone a pagar todo lo que despilfarramos. Sin tomar en cuenta nada, nos invita a comenzar de nuevo y nos da ropas nuevas con la absolución de nuestros pecados en la Confesión. Además, celebraciones y fiesta, “porque estaba muerto (muerto por el pecado) y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Isabel Vidal de Tenreiro
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