Parece que Dios quiere que no me vaya de este mundo sin haber pasado por la mayor cantidad de experiencias posibles Algunas quizás comunes, pero otras bastante inusuales. Por ese motivo he empezado, muy tardíamente, a escribir mis memorias. Quién sabe si logre terminarlas, pero en todo caso, quedará un trozo de la historia cotidiana de Venezuela a través de mis ojos. Según la opinión de mi amigo Rafael Arráiz Lucca, es algo que puede ser muy útil a los historiadores de profesión y oficio, porque ayuda a situar costumbres y usos de una época, como al conocimiento más íntimo de algunos personajes que aparecen en esos relatos por lazos de familia, amistad o simplemente porque el autor los conoció.
Sin embargo, mis más reciente e inusitada experiencia -ni tanto, muchas venezolanos de hoy la han vivido- es una visita que recibí en la madrugada del martes 12 de este mes. Para no repetirme, les copio la crónica que escribí para mi entorno familiar y de amistades.
Me desperté porque alguien entró a mi cuarto con una linterna, pensé que era Ramiro (mi chófer y utiliy), pero me equivoqué: era un ladrón. Un tipo alto, fornido, no le vi la cara, me encandilaba con la linterna, pero si que era negroide, con un gorrito de lana tejido y chaqueta buena. Aunque no vi armas, dijo que no gritara ni me moviera porque me daba un tiro o me clavaba un cuchillo, lo que era peor, pero no me haría nada si le decía dónde estaban los dólares, los euros y el oro. Contesté que se había equivocado de casa, no había nada de eso, dijo que él no se equivocaba. Registró en el vestier. Me preguntó cuántos vivían en la casa: dos ancianas y tres personas de servicio. ¿Quién era el jefe? No le contesté, ¿porque quién es? Insistía con su linterna en mi cara: dónde estaba lo que me pedía, si no me mataba. Pues máteme de una vez porque aquí no hay nada. La tercera vez que hablé de matarme, dijo que no me hiciera la arrecha. Seguía registrando. Cada vez que me hablaba me preguntaba si había escuchado bien y decía, escuche bien ¿me escucha? Me pidió las llaves del carro y de la casa. No insistió con las del carro, debió recordar que sólo estaba la cacharra de un hermano de Ramiro con cauchos vacíos, el nuestro permanece en imposible reparación. Yo no tenía llaves, sino el chófer y estaba en el cuarto fuera de la casa. Las quería para salir, le dije que saliera por donde había entrado. Su última amenaza fue que si iba a la policía o me levantaba de la cama, me mataría o él y sus compañeros incendiarían la casa con todos dentro. Que no me parara en una hora, repliqué: tendré que ir al baño. Pues no, no podía en una hora y salió del cuarto cerrando las puerta. Le hice caso, me quedé tranquilita y le pedí a las ánimas y a san Josemaría Escirvá que lo sacaran.
Al rato prendieron la luz del pequeño vestíbulo de acceso a mi cuarto ¿otra vez? No, era Rita, venía a contarme la visita del ladrón. Primero me había visitado a mí. Al cuarto de Berenice no entró, gracias a Dios, porque la puerta no tiene manija del lado exterior y la cuidadora, Rafaela, cuando sintió los empujones, puso contra ésta la cama-clínica con el freno y se quedó tranquila, aunque oía la conversación al lado entre el bandido y yo, pero no había violencia. La hubiera habido si ella o yo no hubiéramos tenido el buen tino de no llamar a Ramiro. El ladrón tocó la puerta de Rita, frente a la cocina, ésta pensó que era Rafaela por alguna emergencia y le abrió. Las mismas amenazas, le robó el celular más caro y los anteojos, de la cocina se comió dos cambures, dejo uno, de la nevera las conchitas de arepa y el cuarto de miga de mi desayuno, no vio en el freezer, afortunadamente, la carne y el pollo que nos trajo la víspera mi sobrino Leo. Le pidió a Rita que le abriera la puerta de la casa y la reja de afuera de la entrada de carros, ella le abrió la de la cocina y le dio la llave del candado de la reja, el tipo abrió y dejó éste con su llave. Rita llamó a Rafaela, ésta Ramiro y nos pusimos a conversar sobre el suceso, eran más menos las 4 de la madrugada. En un primer momento pensamos que había entrado temprano por el descuido de una puerta abierta y se había escondido, pero después nos dimos cuenta de que había quitado dos barrotes de la reja de la ventana de la sala.
Es un tipo bastante correcto -habla bien, sin tono de malandro y ninguna palabra soez- e inexperto. Detrás de la puerta abierta de mi cuarto están muchas llaves colgadas que ni sé para que son y mis galletas de soda que le hubieran servido para el hambre, no las vio. De mi vestier, a pesar de que las puso fuera, no se llevó las botellas de alcohol, de poca monta y empezadas, pero hay sin abrir una botella de whisky El Monje y la dejó
-¿Será evangélic?- así como productos secos de cocina. En el comedor registró las bandejas de plata y ni éstas ni la jarra, ni las copas, se las llevó. Parece que está programado sólo para dólares, euros, oro y comer algo. El miércoles 13 me di cuenta de que se embolsilló todas mis sortijas, nada valiosas, pero sí bonitas.
No, no me asusté en lo absoluto, total, una experiencia que nunca había tenido, porque cuando hace años, viviendo en la urbanización Chuao, entró un ratero a mi cuarto y agarró mi cartera, no lo sentí. Quizás ésta tan reciente viene a completar todo el caos que estamos viviendo.
Venezuela padece la peor crisis de su historia. Interesante: varias personas pensaron que yo estaba exponiendo, para que opinaran, un planteamiento teatral. La vida real a veces es más teatro que la ficción.
Alicia Álamo Bartolomé