A las doce de la noche queda poca gente en las vigilias que anteceden la Procesión de la Divina Pastora y Gustavo Ibaretze podía disfrutar esta soledad entre las sombras de las tarimas y las miradas taciturnas de dos policías uniformados apostados frente a la jefatura civil. Un año antes acompañó a la Virgen sin cleriman ni sotana. Las dudas cartesianas le abrieron boquetes a sus convicciones y al igual que el Maestro Eckart fue víctima de razonamientos que negaban la existencia de Dios. “Dios no existe, ayúdame Dios mío”, repetía Gustavo repitiendo la angustia del sabio excomulgado.
Colgar los hábitos fue la única salida a su devastación interior. Si hubiese optado por privilegiar su labor parroquial sobre las lecturas seguramente no habría tenido las batallas íntimas en las cuales sucumbió su fe al no poder explicar con lógica aristotélica la presencia de Dios en un mundo dominado por la crueldad. Intentó buscar al padre todopoderoso en la lucha social propuesta por la Teología de la Liberación pero observó que por esta vía terminaría en lides políticas. Se refugió en Anthony de Melo con la esperanza de profundizar su desapego y abatir las dudas mediante el ejercicio de un amor que incluyera a Dios como una energía positiva y benefactora, pero su confesor le advirtió que estas lecturas le llevarían por un sincretismo peligroso con el budismo y le recomendó repasar la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino, de nuevo atenazado por los silogismos y los esquemas fue empujado a una crisis existencial a la que pudo sobrevivir gracias al vino y las caricias de una bondadosa magdalena.
Gustavo con sus 45 años y barba entrecana estaba solo entre los murmullos de pequeños grupos que intentaban rezar para vencer el sueño bajo un cielo de pocas estrellas. Imaginó la primera noche de Carlos Carreto en el Sahara aferrado a la manta que por egoísmo y el frio no quiso regalar a un beduino desamparado. La somnolencia le sumió en un sopor con ventanas hacia aquella fiebre infantil de la cual sobrevivió según su mamá Elvira gracias a un milagro. Tenía nueve años y la gripe que no se le quitaba resultó ser meningitis. El médico del pueblo hizo todo lo que pudo en su consultorio y le envió a casa con un tratamiento sencillo y un diagnostico desolador. Que tenga mucho reposo y esté preparada para todo le dijo a Elvira para quien una vida sana consistía en comulgar todos los días.
No sabe Gustavo como llegó a su casa aquella señora que le inyectaba y le ponía pañitos húmedos todas las noches para bajarle la fiebre. Mama Elvira lo cuidaba de seis de la mañana a once de la noche mientras su papa Francisco trabajaba tiempo extra para comprar los antibióticos. Cuando ellos dormían llegaba la enfermera que según su mama no le cobraba porque era recomendada por el cura de San Dionisio. El todas las mañanas preguntaba a su mana quien era y de donde había venido la señora y su mama solamente le decía que ella era un regalo de la iglesia. El médico le había dicho a Elvira que no le llevara la contraria a Gustavo porque la señora de las inyecciones era una alucinación producida por la fiebre.
Sanó Gustavo completamente y sin secuelas. Elvira logró que entrara al seminario y cuando el mismo le colocó los santos oleos le dijo que no hiciera tantas preguntas y que simplemente tuviera mucha fe. No entendió en ese momento la petición de su madre, pero entre las brumas de parpados caídos pudo ver con claridad el rostro de aquella señora de sus terribles noches de fiebre y convulsiones. Era ella, sin corona y con el pelo recogido en un moño, no cabía duda, era Ella la dulce enfermera que logró rescatarlo de la meningitis avanzada. Se levantó de un salto y corrió hasta las escaleras del templo donde asustados unos feligreses le abrieron paso. Allí con voz fuerte y lagrimas en los ojos exclamó: Gracias Divina Pastora, eras tú, eras tú.
Ahora sé que la fe no puede sostenerse en preguntas, nadie puede responder porque en el mundo no hay certezas, lo único cierto es el amor y solamente Dios es amor eterno. Gracias Divina Pastora, ya no haré más preguntas porque Dios esta noche me ha quitado el yugo de las dudas. Solamente debemos tener fe. Dios existe.
Jorge Euclídes Ramírez