Diciembre se cuela raudo entre el silencio de quienes habitan la sobrevivencia como urgencia, el bullicio como expresión de un paréntesis confortable pero elitesco, y la resistencia en tanto orden hecho mandato cotidiano de quienes refugiados en su trabajo y esfuerzo cotidiano, observan el futuro.
Desde el delirio hecho poder, la élite gobernante continúa en su decidido ejercicio de agotar todos los recursos, utilizar todos los mecanismos y artilugios imaginables para mantenerse en su posición de control, hegemonía y dominio, convencidos de que la eternidad es acaso el único plazo posible para su mandato.
Como una suerte de monarquía tropical y posmoderna, nacida no de la legitimidad y legalidad de un proceso comicial transparente y reconocido aquí y afuera, sino por una potestad especial que emerge de las entrañas de las armas, la violencia institucional, el quiebre de la Constitución y la anulación de cualquier contrapeso político o institucional, Maduro y quienes le acompañan celebran el éxito de su labor destructiva, aplauden la devastación económica, social y humana lograda, y se frotan las manos sonreídos por las nefastas metas que en su plan, de seguro, aún les falta por cumplir.
La hiperinflación que vive hoy Venezuela, hija de años de distorsiones macroeconómicas, cambiarias, fiscales y monetarias acumuladas, de controles, regulaciones, expropiaciones, de esquemas de corrupción salvaje y saqueo del tesoro público por parte de apetitos boliburgueses y “socialistas”, ha generado la peor crisis humanitaria de nuestra historia republicana, y el mayor éxodo y diáspora que se haya documentado.
Años de acoso, persecución y destrucción de la empresa privada han rendido sus frutos, con miles de negocios e industrias cerradas, desempleo y erosión del tejido y capacidad productiva instalada en todos los sectores económicos del país.
Dedicados a demoler la democracia y las bases materiales de la economía nacional, inspirados en menjurjes marxistas, populistas y militaristas mal digeridos, la “revolución” diseñó un esquema de criminalización de la disidencia que, junto a errores, intereses y diferencias, y en un cuadro de censura y opacidad informativa, han debilitado cualquier tipo de liderazgo no alineado a la mitómana retórica oficial, y entre ellos, obviamente, los liderazgos políticos.
Pero hay cambios en este panorama de hambre y miseria, de despedidas y desarraigo en búsqueda desesperada de poder vivir dignamente en una economía normal, en este deslave de talentos y capacidades que se van, pero también, valga decir, de almas, proyectos, historias y afectos, de lugares y recuerdos que pesan en la decisión de quienes hasta ahora han decidido permanecer en esta tierra.
El mundo está hoy más claro del quiebre democrático y de la violación de derechos humanos y garantías ciudadanas elementales de la dignidad individual por parte del ciudadano Nicolás Maduro. La justicia internacional empieza a reducir, al menos en alguna medida, el grado de total impunidad, al tocar la puerta de las fortunas y botines robados y desviados a través de delitos financieros diversos, y tramas criminales con trasfondo petrolero, ideadas por destacadas figuras del chavismo y de la “nomenclatura” revolucionaria.
El impacto y desbordamiento que está generando la diáspora venezolana que huye del hambre y la ausencia de libertades, en países vecinos, tiene prendidas luces de alarma permanentes.
Maduro y sus asesores antillanos bosquejan complots internacionales, diseñan espejismos, apelan a acuerdos y juegan presurosos con el fin de amoldar el escenario geopolítico mundial a una añorada guerra fría que terminó hace rato largo.
Por otra parte, es posible que exista una expectativa desmesurada con lo que suceda el 10 de Enero de 2019, fecha de culminación del mandato Presidencial de Maduro. Para Venezuela, es probable que más que el fin, sea el comienzo de algo, o en todo caso, la continuación y profundización de un proceso complejo de deterioro cuya aceleración radica, en mi opinión, en el crecimiento de la brecha que separa a la sensatez, o a lo tolerable, de una inviabilidad suicida y terminal.
Lo único cierto, mientras abrimos un paréntesis familiar para compartir y oxigenar los afectos y la esperanza por el cambio anhelado, es aquello que discurre en silencio y de seguro imperceptible.
Y es, la agonía de un fracaso.