Los venezolanos parecemos o nos comportamos cada vez más, desconfiados en todos los asuntos que nos conciernen. El descalabro de la institucionalidad ha penetrado no solo nuestra conducta frente a la “cosa pública”, sino que penetra nuestras “cosas privadas”, tales como las relaciones personales de trabajo, amistosas e íntimas pertenecientes a nuestra cotidianeidad. Gestos como aferrarse a la cartera, cerrar los brazos, subir apresuradamente los vidrios del carro, caminar apresuradamente por las aceras a ciertas horas, desconfiar de quien nos observa mucho o dudar de las buenas intenciones de quienes no participen de nuestro entorno más cercano, son indicadores de cambios en los modos y maneras de relacionarnos con los demás.
Según un trabajo realizado en Chile en el 2016, acerca de la opinión pública sobre el concepto de “confianza” a lo largo de veinte años, “América Latina es la región más desconfiada del mundo” Es sabido que en el campo de lo público, la desconfianza que solemos tener los latinoamericanos hacia las instituciones públicas, es proverbial desde México hasta la Patagonia y se extiende hacia los gobernantes y funcionarios públicos de cualquier rango. Lo que diferencia a los países en el tema, es la manera de poner en práctica lo aprendido, por el efecto del enorme costo social e individual, que a la manera de bola de nieve, arrasa con los valores y la necesaria credibilidad. Aprendizaje que debería incluir y asimilar también, la manera en que derechos y conductas ciudadanas son ejercidos en los países desarrollados.
Ambos —instituciones públicas y sus funcionarios— se interrelacionan y alimentan, puesto que se trata de seres humanos articulados a sistemas políticos, que por estas tierras se han visto afectados por la pérdida de lo que suele llamarse, “confianza social”. Se requiere urgentemente de cambios radicales tanto en la sociedad como en las formas de relacionarse la gente real, como yo, usted y nosotros, en el ámbito privado de nuestros hogares, familias y amistades, así como en público, tales como las comunidades, partidos políticos, instituciones oficiales o privadas, organizaciones de la sociedad civil, en fin, de nuestros comportamientos dentro de ese universo vasto y a veces impreciso por lo diverso y que por estar formados por individuos, no es ajeno a las apetencias personales de los sujetos concretos que hacen vida ciudadana.
Desde las ciencias sociales se insiste en la recuperación urgente de la confianza social, la cual incide en la institucional, como la manera de convivir en la democracia y prever un proyecto de país basado en las necesidades de todos. Asuntos como la credibilidad y la transparencia en las elecciones, son fundamentales para poder creer en las instituciones y en la participación política, que ha de estar regida, al ser expresión de los derechos de todos, por la inclusión.
Para Fukuyama, la confianza se genera en sociedades de comportamientos ordenados, cooperativos y previsibles, con normas compartidas por todos, que incluyen lo deontológico en los profesiones, así como códigos de comportamiento. El comportamiento del otro es “previsible como afín al mío”, con valores compartidos, pues la confianza social se funda en la personal y se asienta en si el otro actúa como yo espero y mi comportamiento se basa en respetar las normas y hacer honor a las expectativas y valores compartidos socialmente. Tocqueville, observador del nacimiento de Norteamérica, cuyo perfil democrático no había surgido de la caída de la aristocracia, pues pasó del colonialismo a la democracia, aconsejaría, “Que el hombre democrático sea individuo, sin dejar de ser ciudadano”. Propuso cuidarla mediante la libertad de prensa y alertó sobre la importancia de la participación de la sociedad civil con su potencial tangible e intangible, para equilibrar esa especie de balanza entre la ciudadanía y el peso del Estado.
“Con” y “fides” (fe) construyen el significado de una palabra que indica que confiar en alguien es tenerle fe, al prever cómo será su proceder. Pensemos entonces con una lógica distinta a la que nos ha separado y excluido durante estos años. Soñemos un país construido con las relaciones entre gente buena que no cree en el odio y está en todos los estratos sociales y confía en los demás y en la democracia, como posibilidad de acordar de manera plena y transparente, las mismas pautas normativas que permitan y sustenten la confianza ciudadana, que alcanza a otros individuos, grupos e instituciones, de las cuales no debemos desconfiar “per se”, pues la confianza es también expresión del amor necesario para construir desde los espacios de la paz, el país con lo mejor de cada uno. Entre “creer” y “crear”, la diferencia es de apenas una letra.