A la memoria de Jesús Pantoja y
Rafael Benedicto Parra.
Que la justicia de otros países y no la de mi país, Venezuela, esté siendo la encargada de
investigar y juzgar los delitos de lavado de dinero de exministros del expresidente Chávez,
extesoreros de la República y yernos de alcaldes de oposición, entre otros muchos, no solo
me ha parecido grotesco, sino que debo confesar que se trata de uno de los episodios que
más ha sacudido mi espíritu este difícil 2018. El descubrimiento de casos de corrupción no
es una situación ni exclusiva de Venezuela ni inédita en la región, y es una buena noticia que la justicia propia de otros países como la peruana y la brasileña estén acorralando a sus expresidentes acusados de cohecho, soborno y otros delitos.
La colección de autoridades investigadas es tan larga que he pensado en lo auténticamente
revolucionario que resultaría un gobierno de funcionarios que tan solo se planteasen como
norte, sin tanta estridencia ni falso supremacismo, no robar, no matar (es decir, proteger a
las personas de la violencia), servir a los demás y no rendir falso testimonio.
Pero de alguna forma es también nuestro deber como sociedad volver a tener en cuenta la
profundidad contenida en cada uno de estos elementales principios. De hecho, las investigaciones de lavado generalmente inician con el descubrimiento del falseamiento de
una declaración sobre el origen legítimo de nuestros ingresos. De allí que el interés por
descubrir la verdad comience solo al volver a asumir que no rendir falso testimonio, por
ejemplo, es el pilar de toda nuestra sociedad. Que toda nuestra vida civil se sostiene sobre
este mandamiento. Que debemos podernos fiar de alguien cuando le preguntamos en la
calle qué hora es; o de las señales del tránsito, del servicio de electricidad o el horario del
transporte público (si les tuviéramos). Se trata de toda nuestra convivencia, porque si quien habla miente, quien promete no cumple, quien debe no paga y quien rinde testimonio engaña, todo se derrumba.
En esencia, toda nuestra vida es guiada por el concepto de verdad. No dar falso testimonio
en contra de tu prójimo significa, en el fondo, no hacer daño a los demás con palabras falsas ni en la vida ni, sobretodo, ante la justicia. Este es uno de los lugares donde es
particularmente importante decir la verdad, y lo fue aún más en la época en la cual los
juicios se realizaban delante de todos y la palabra del testigo era el único modo de conocer
la verdad porque era la única prueba. Entonces no habían interceptaciones telefónicas,
registros bancarios o ADN. Hoy no podemos siquiera imaginar cuánto haya podido significar
este mandamiento para el mundo de entonces y hasta hace relativamente poco. De las
palabras del testigo dependía no solo la libertad, sino la vida o la muerte de otra persona,
como hoy depende de la declaración del origen legítimo de mi dinero el alimento de mis
compatriotas. No habían controles directos sobre aquello que decía el testigo, por lo que se confiaba totalmente en el octavo mandamiento. La única manera era decirle: declara la verdad, porque Dios te está escuchando, no rindas falso testimonio.
De hecho, este extraordinario mandamiento nos recuerda el origen divino de la palabra. Dios creo al mundo con la palabra, con palabras. Los diez mandamientos son también eso: La fuerza más grande del mundo es la palabra: con ella lo construimos o lo destruimos. He aquí el porqué de la insistencia en que no digamos mentiras, calumnias, maldiciones; que son palabras que destruyen y asesinan.
Pero más allá de la maldición y la calumnia, hay tantas otras cosas actualísimas que nos tocan de cerca en nuestra amadísima Venezuela y que debemos reaprender: a no dar juicios vagos sin pruebas, por ejemplo, a prohibirnos la hipocresía y la indiferencia de los que hacemos finta de no haber visto nada, la doble moral, la malevolencia, la adulación, el hablar a las espaldas del afectado, el chisme, las mentiras simples y complejas que usan cualquier medio y se llevan por delante cualquier principio moral y que dan lugar después a cualquier monstruosidad. Prohibirnos las mentiras para demoler a un adversario político; para golpear a muerte una persona manipulando la verdad, e imponernos el deber de combatir la noticia falsa, especialmente en redes sociales. No volver a decir mentiras en Venezuela sería la nueva regla para una nueva vida.
Pero existe una pregunta cuya respuesta es un homenaje a los mártires de nuestras dictaduras y las dictaduras de toda Latinoamérica de cualquier signo y tiempo: ¿ordena este mandamiento a siempre decir la verdad? No. Porque sería insoportable. Porque haría imposible no solo la vida, sino cualquier forma de vida. Sería la cosa más violenta e inhumana. En efecto, existen situaciones en las que no decir la verdad se convierte en una bendición. En estos casos no sería contra el prójimo sino por el prójimo que nos negaríamos a decir la verdad; bien lo sabemos. Existen las sacrosantas y necesarias mentiras.
Y luego, existen los momentos en los cuales resulta incluso heroico omitir la verdad. En situaciones de tiranía política, cuando se lucha por la libertad, bajo tortura; en estos casos, estas personas, también aquéllas bajo tortura, no dicen la verdad justamente para no traicionarla. Y piensen, por ejemplo, los hermanos católicos que me leen, en cuántos no creyentes hayan muerto bajo tortura por nosotros y por nuestra libertad; sin creer en Dios, sin esperarse ninguna recompensa. Pero con una concepción de la vida eterna consistente en dejar un ejemplo a los demás. Han sido y aún son hoy personas con una fe profunda en la continuidad de la vida: aquellas que dan la vida para donar cualquier cosa que pueda parecer bello para las generaciones venideras, es algo inmenso y conmovedor.
Me es difícil aceptar que pueda alguien pensar que estas personas no serán acogidas en el Paraíso si este existe, como nuestros padres con amor nos han enseñado. Por esto resulta grandiosa la libertad. Porque crea confianza, y con ésta, todo se puede afrontar, todo es posible y no se siente miedo de nada.
Y permítanme terminar lamentándome de que la verdad no siempre triunfe. ¿Por qué sucede así? Porque nos la esconde el poder. No quiere que la veamos ni que la conozcamos. El poder siente miedo siempre de que se conozca la verdad. No quiere que se sepa. Es una ley a la cual todos los poderes del orbe obedecen. El poder miente, siempre. Quiere que la olvidemos. Por eso, nuestro deber será recordarla siempre. Buscarla insistentemente hasta encontrarla. Y para lograrlo existe un solo camino: decirla. Porque cuando se dice la verdad, nos volvemos auténticos. Acariciamos la belleza y la autenticidad. Como ha dicho el poeta, la belleza es verdad y la verdad belleza. Esto es todo lo que podemos llegar a saber sobre la tierra.
Este artículo es una paráfrasis de una traducción propia del extracto correspondiente del monólogo de Roberto Benigni llamado I dieci comandamenti, el cual recomiendo altamente y me he creído con el deber de divulgar por el bien intrínseco que contienen sus sencillas, actuales y profundas ideas.