#OPINIÓN Los Morrales del Hambre #6Dic

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Los veo a diario por toda la ciudad. Pienso que es un uniforme con el cual logrado identificar a cada pobre de solemnidad que habita en nuestro país y créanme, no se pudo concitar un peor resultado con esa imprudente decisión. La pobreza se mueve entre nosotros certera y coqueta como la primera actriz de una obra de teatro burlesque nombrada La Hambruna que se engulló a todo un Pueblo”. Su atavío para toda la escena no es más que la bandera nacional en forma de un morral sujeto a la espalda de millones de silentes venezolanos infralimentados que deambulan en busca de la nada por todos lados.

No hay un espacio de la trama urbana donde no aparezcan los pobres tricolores como la marca distintiva de este cruel agravio que se hace llamar socialismo del siglo 21. Seis de cada 10 compatriotas los lucen asegurados y bien sujetos a sus espaldas. Les hablo de esos miles de venezolanos que sobreviven devastados por un hambre decretada sin piedad por la incapacidad genocida de los gobernantes de turno. En ese morral tricolor los pobres del siglo 21 guardan con celo su hambre atávica.

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Vistos a lo lejos actúan como una vibrante identificación cromática que nos presagia mientras caminan, la certeza de los estragos de una hambruna cruel y descomunal. Los morrales lucen como tallados sobre la cobriza piel que les presta la pobreza, para que, de esta manera, no haya ni extravío, ni confusión posible. Son los abundantes pobres que parió este disparate político, y se las deben arreglar como mejor puedan, mientras el socialismo trata de conciliarse con todos sus demonios internos. Los colores de la bandera nacional aparecen muy bien ordenados en su recortada geografía. Pero también asumo que esos morrales se pueden valorar como el uniforme único que identifica a los miles pobres que deambulan como zombis por toda la ciudad en busca de comida. El año pasado el mundo contabilizo 821 millones de pobres, y la Revolución Bolivariana contribuye animadamente con su cuota parte.

Les veo atiborrados en los improvisados camiones que los transportan como ganado por las calles y avenidas de la ciudad. En los vertederos de basura, a las puertas de los establecimientos que expenden alimentos, en los centros comerciales, en plazas, así como a las puertas de las iglesias que ofrecen ollas solidarias. Todos tienen un morral tricolor a la espalda, porque así los uniformó la revolución más calamitosa del siglo 21. En un principio se pensó que los bolsos tricolores eran de uso exclusivo para los estudiantes de educación básica, pero su utilidad permeo a toda la población de pobres que hoy somos.

Hay optimistas del desastre quienes aseguran que el hambre, nos llevará a un estado de caos indetenible que dará fácil cuenta de la actual tiranía. Sin embargo, no todos los optimistas comparten este juicio. Aseguran que las protestas que se producen a diario en todo el país en forma atomizada, sin un liderazgo político que las aglutine y sin que constituyan (hasta ahora) unas fuerzas políticas orientadas a promover el cambio político, solo serán eso, un leve malestar en el cuerpo político del país. También nos advierten en contrario, que las mayores protestas con incidencia política solo suelen registrarse en sociedades que experimentan un severo y repentino revés económico. No así en las que ya están totalmente sumidas en la pobreza y el hambre como la nuestra. Por ahora solo nos sale morral tricolor.

Por ejemplo, la hiperinflación es un impuesto que muerde con más crueldad a los pobres porque les impide acceder con facilidad a cuotas importantes de proteínas en su alimentación diaria. Antes de fin de mes, el FMI estima que el índice inflacionario en Venezuela alcanzará un millón por ciento. Con esa proeza estaremos igualando los records obtenidos anteriormente por Alemania en 1932 y por Zimbawe en el año 2.000. Los precios suben en espiral cada dos días y 6,7 millones de ciudadanos dependen de unos muy ineficientes programas de alimentación ordenados por el gobierno. Estamos muy lejos de garantizar las 3.000 calorías diarias que cada venezolano debe ingerir para sentirse como un ciudadano libre.

Para sorpresa nuestra el hambre decrece en todo el continente. Países como Nicaragua, Bolivia y Haití nos adelantan en la superación de los índices de pobreza crítica. Mientras el resto del continente se aleja de esa terrible franja, donde se ubican a los ciudadanos infra alimentados, nosotros nos anclamos de forma inamovible en ese desolador paisaje junto a Belice. Cálculos conservadores nos advierten que en el país sobreviven 3,7 millones de infralimentados, un millón más que los detectados en 2010. Nuestra pobreza crece como la inflación.

Cifras de UNICEF indican que, a consecuencia del hambre, al concluir 2018 habrán muerto en Venezuela 300 mil niños por carecerse de las formulas alimenticias que son requeridas para su desarrollo. Los ancianos y los niños son los grupos etarios más afectados por el hambre que han institucionalizado los señores del gobierno de los pobres. Diera pues la impresión, de que mientras más miserable eres, resultas mucho más patriota y mucho mejor revolucionario. Durante este año más del 10% de la población dejo de comer arroz, solamente cuatro de cada 10 compatriotas pueden comer carne de bovino, y seguramente con la reciente toma de los mataderos por parte del gobierno, esa cifra se incrementará de manera exponencial. El consumo per cápita de proteína animal decreció de 30 a 5 kilogramos durante este año.

Del total de la población nacional solo el 10% admite que compra frutas con regularidad. Con la expropiación de miles de hectáreas productivas en el campo venezolano, no solo se afectó la propiedad privada de un sector fundamental de la economía nacional, sino que se lesiono de manera brutal la capacidad de producir alimentos en el país. Desde el inicio de la locura expropiatoria, se redujo la producción de bienes y servicios que provienen del sector agroproductor, y la mejor forma de medirlo, es saber que seis de cada diez compatriotas han perdido en promedio más de 10 kilogramos de su peso corporal. El hambre es general y no hay comida para tanta gente.

Los irracionales controles que son aplicados sobre la producción de alimentos informalizó a extremos demenciales la actividad agropecuaria. La intención de controlar desde la producción hasta la matanza y distribución de la carne nos retrotrajo violentamente al siglo 18. Abundarán entonces los mataderos clandestinos, así como la trasmisión de enfermedades superadas hace rato, todo por la falta de controles sanitarios en el manejo y procesamiento de los alimentos. En nombre del pueblo, se redujo en más de 50% la superficie de siembra en todo el país. Sembrar y producir comida dejo de ser un oficio honorable hace ya mucho tiempo.

Pero los daños no solo quedan en ese plano. En 20 años de revolución bolivariana se gestó una generación de niños pobres con muy pocas posibilidades de realización personal como consecuencia del hambre padecida. Esa hambre que ataca a las madres gestantes, produjo un ejército de potenciales desertores del sistema educativo. Un niño desnutrido tiene por delante de si un sólido 5% de posibilidades de no poder culminar su educación primaria y un margen mucho mayor de no concluir la educación secundaria. No nos ocupemos de la universidad porque serán muchos menos los que puedan concluir una carrera. LUZ mi Alma Mater, acaba de denunciar que solo le aprobaron 0,14% del presupuesto requerido.

En las grandes ciudades del país se localiza 12% del total de pobreza crítica y crece hasta 19% en la denominada periferia urbana. En las zonas rurales la situación es todavía más grotesca. La pobreza crítica allí, ronda el 30% de toda la población que habita en el campo. Cuando la gente soporta hambre como si fuera un hábito, es decir hambre por un tiempo prolongado, el cuerpo obtiene lo básico de los músculos de muy poco uso. Pero eso no dura para siempre. En la medida que ese hábito se hace norma, bajo esa modalidad de sobrevivencia, el cuerpo lesiona severamente el sistema inmunológico y sobrevienen muchas enfermedades graves.

En esas condiciones un adulto que solo come carbohidratos, que no se ejercita debidamente y carece de las medicinas esenciales se convierte en un candidato probable a ser diabético o un potencial paciente hipertenso. La terrible circunstancia -ya suficientemente descrita- lo hace un sujeto inhábil y poco apetecible para el mercado laboral, lo cual es otra muy grave consecuencia del hambre revolucionaria. Un ser humano sometido a esos rigores pierde entre 20 a 30% de su capacidad intelectual, su motricidad y su disposición al ocio creador. Prácticamente un zombi vestido de rojo que recita consignas como un mantra en contra de un imperio remoto e ignoto.

En estos días que corren recuerdo el «Holodomor». Se trata de una expresión que deriva del ucraniano «moriti golodom» y traduce sin espantarse por su carga semántica,«matar de hambre». Se trató de una catástrofe humanitaria ocurrida en los años 30 del siglo XX a raíz de la colectivización forzosa de la tierra emprendida por el dictador soviético Josef Stalin, la que se aplicó con especial virulencia en Ucrania.

Historiadores ucranianos consideran que fue una política de exterminio deliberadamente planeada por Stalin para aplastar toda resistencia contra el régimen comunista. Suprimir los movimientos nacionalistas e «impedir la creación de un Estado ucraniano independiente», lo que nos suena como una historia conocida. Además de realizar expropiaciones masivas de las cosechas y reducir las cuotas de comida, Stalin sembró el terror en Ucrania al ordenar la confiscación de los productos agrícolas y comestibles de millones de personas durante un año para doblegar la oposición de la población rural.

Según estimaciones oficiales -basadas en el censo y archivos secretos desclasificados tras la desintegración de la URSS-, se calcula que al menos cuatro millones de ucranianos murieron a causa de esta política en apenas dos años (1932-1933).No obstante, dada la enorme pérdida de población y la elevada mortalidad registrada en ese periodo, diversos estudios apuntan que la cifra podría alcanzar hasta diez millones de víctimas.

Cuando veo los morrales del hambre pasearse deshambridos por toda la ciudad, me pregunto quién habrá sido el afortunado negociante que contrato la elaboración de tantos y tantos de esos adminículos tricolores. De seguro fue un buen negocio para ambas partes. En eso sacos con la bandera nacional, guarda su hambre regresiva el hombre nuevo, ese que fue construido bajo el socialismo del siglo 21. También asumo la certeza de que el hambre mata en forma cruel y silenciosa. No deja rastros ni culpables.

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