En años recientes uno tendía a desestimarlo como el abuelo ocurrente de los libros de historietas, un sujeto caduco que aparecía junto a los superhéroes más acongojados de la Tierra en las taquilleras películas de Marvel de la última década.
Pero Stan Lee, quien murió el lunes, era mucho más que eso. No es exagerado decir que ayudó a redibujar el mundo de la ficción estadounidense. Y ciertamente se aseguró de que todo el mundo lo supiera.
Desde las cenizas de las viejas revistas y el crudo material radioactivo de la incertidumbre de la posguerra en torno a la ciencia y el poder, Lee convocó — no por sí solo pero sí sin paralelo o par — un universo matizado y autosostenible de héroes imperfectos.
Mientras Updike y Cheever lo hacían en la literatura, y Kubrick, Lumet o Penn en el cine, el padre de Marvel introdujo en el comic estadounidese —que en ese entonces interesaba sobre todo a chicos adolescentes — un panteón de protagonistas profundamente imperfectos que pese a su asombrosa presencia en tantos relatos, eran en muchos sentidos como gente cualquiera.
Estos parias y desadaptados se levantaban con el despertador y salían cada mañana a trabajar, no en una fantasiosa Metrópolis o Gotham, sino en las calles reales de Nueva York y más allá. Para ellos, la lucha era constante — fuera la tarea salvar al mundo, pagar la renta o tratar de llegar a fin de mes como un fotógrafo independiente, un abogado ciego o un motociclista de acrobacias itinerante.
A diferencia de los emblemáticos héroes de DC Comics, muchos de ellos destinados a la grandeza como últimos sobrevivientes de planetas destruidos, realeza amazónica o reyes legítimos del mar, aquellos como el Hombre Araña, los Cuatro Fantásticos, Iron Man, Ghost Rider y el Increíble Hulk compusieron un catálogo de flaquezas humanas — ingenuos que por imprevisión o negligencia chocaron con el tráfico del destino.
Algunos adinerados, algunos de clase trabajadora, todos neuróticos, recibieron poderes por mala suerte o por elecciones dudosas. Sus habilidades eran al mismo tiempo desgracia y bendición. Y a veces era difícil distinguir a los héroes de los villanos. Así como en la vida real.
Esto fue en gran medida gracias a Lee, quien como editor en jefe de Marvel escribió muchos de los libros durante los “Años de Plata” de los comics a principios de los 60. Con una energía aparentemente inagotable y una asombrosa variedad de voces, le infundió personalidad, ambigüedad y una narrativa común a personajes que se volverían entrañables.
«Una de las cosas que tratamos de demostrar en nuestras historias es que nadie es del todo bueno o del todo malo», Lee escribió en una columna para los números de Marvel de marzo de 1969. «Hasta un supervillano de pacotilla puede tener una cualidad positiva, así como cualquier héroe absoluto puede tener sus chifladuras”.
Resulta difícil sobrestimar lo innovadora que fue esta filosofía en una nación que, con un tono impuesto por las producciones pacatas de Hollywood desde los años 30, había pasado tres décadas posicionando a héroes unidimensionales en el centro de su emergente cultura masiva. Si sumamos los esfuerzos del gobierno de los 50 para demonizar los comics como causantes del deterioro de la mente de la juventud estadounidense y forzar a los editores a limitarse a la papilla de consumo infantil, se tiene una idea de lo que Lee logró a principios de los 60.
De pronto ahí estaba Tony Stark, un genio inventor con problemas paternales (y, eventualmente supimos, un narcisista alcohólico) que enmendó literalmente su corazón roto convirtiéndose en Iron Man. Y Peter Parker, un tímido nerd de secundaria que no tenía idea cómo manejar las extrañas habilidades y cambios hormonales que le confirió la picadura de una araña radioactiva en una excursión escolar. Quién conocía mejor la audiencia a la que se dirigía.
Y Bruce Banner, un científico militar que trató de salvar a alguien de una de sus explosiones de prueba y terminó encerrado en una batalla con su propio superyó furioso y destructor — difícilmente una narrativa incidental en una era en la que la psicoterapia y la autoayuda estaban creciendo vertiginosamente. Y Matt Murdock, cegado en un terrible accidente por desecho irradiado que como Daredevil demostraba cada noche con su precisión de radar que la discapacidad no es necesariamente un destino. Y los X-Men, mutantes y perpetuos forasteros cuya lucha por encontrar un lugar en el mainstream en la Tierra ha sido varias veces comparada con las relaciones raciales, el antisemitismo y el Terror Rojo.
Hasta Steve Rogers, cuyo Capitán América es el más parecido del grupo a Superman, tuvo sus demonios. Era un flaquito rechazado por los reclutadores para la Segunda Guerra Mundial, tan ávido por combatir que se ofreció como conejillo de indias para probar un «suero de supersoldado» que lo convirtió en la máxima máquina luchadora.
Capitán América debutó durante los años de la guerra, cuando Marvel aún se llamaba Timely Comics, pero Lee y su equipo actualizaron la historia para los años 60 dándole a Rogers aún más fantasmas: pasó más de dos décadas congelado tras caer al mar, y despertó en un mundo de grandes cambios, moralmente turbio, que apenas reconoció.
Hubo otra esquina menos notable donde Lee fue de igual modo un pionero. Como editor de Marvel, en una era previa a las computadoras de bolsillo, trabajó incansablemente para desarrollar una relación con su audiencia.
Habló de cosas entre bambalinas y armó un estudio de escritores y artistas medio chiflados que trabajaban en equipo y que harían lo que fuera por conseguir buenas historias. Su columna regular, «Stan’s Soapbox», le hablaba directamente a los lectores de un modo que presagió el tipo de acceso a celebridades que Twitter, Facebook e Instagram ofrecen hoy.
Muchos sintieron que Lee no le dio suficiente crédito a pioneros del cómic como Jack Kirby y Steve Ditko, quienes trabajaron a su lado en esos primeros años mientras desarrollaba el «Método Marvel» de desarrollo de historias. Muy bien. Pero parte del genio de Lee era su habilidad para ser un maestro del collage.
Como un Bob Dylan o un Gene Roddenberry, Lee tomó hilos culturales — elementos ya en pie en la sociedad — y tejió su propia trama. Aunque su texto fuente era a veces derivado, lo que cosió fue algo nuevo bajo el sol.
Y dentro de su emergente panteón de hombres blancos angustiados, Lee fue a menudo un campeón entusiasta de opiniones progresistas sobre raza y género. El ahora famoso Black Panther (Pantera Negra) debutó en un libro de historietas de Marvel en 1966, convirtiéndose en uno de los primeros superhéroes convencionales de origen africano, aunque apenas en 1973 que le dieran un papel prominente en un comic titulado «Jungle Action».
«Ninguno de nosotros es tan distinto a los demás. Todos queremos esencialmente las mismas cosas en la vida», escribió Lee en las páginas de Marvel Comics en febrero de 1980. «Así que por qué no dejamos todos de perder el tiempo odiando a los ‘otros’ tipos. Solo mírese al espejo, señor — ese otro tipo es usted».
Marvel es ahora una calibrada gigante comercial, con un mundo de mercancía que amplifica sus historias. Ha sido desestimada como narrativa de producción masiva para la era de producción en masa. Pero de algún modo, Lee logra dejar una sensación persistente — un aceite de serpiente, quizás, pero de cualquier modo potente — de que en los cuentos de Marvel, todavía, cualquier cosa puede pasar.
Porque, como Stan Lee sabía antes de que lo supiera el país, aún queremos que nuestros fantásticos superhéroes improbables sean así, como nosotros. O, más prominentemente, queremos creer que nosotros podemos ser como ellos. Y quién sabe qué harán para prevalecer porque, después de todo, ¿quién sabe realmente qué haríamos nosotros? Quizás podamos ser héroes, sí, pero todavía hay que pagar la renta el 15 de cada mes.