Los escribanos de la izquierda se rasgan las vestiduras. Denuncian, globalmente y en comandita, los peligros que para la democracia significa la elección en Brasil de Jair Bolsonaro. Le tachan de fascista, por ser de ideas conservadoras. Obvian que el fascismo es el régimen de la mentira, del engaño, de la manipulación de las palabras e imágenes, como en la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, colonizada por el castrismo cubano, aplaudida todavía por una parte del socialismo europeo.
Ultra derechista es lo menos que se le asigna al ex-capitán, oficial subalterno y de reserva, distante del oficial superior que es el mismo Chávez y sobre cuya condición de uniformado nadie repara en su hora.
La cuestión de fondo es el peligro – como se lo sugiere – que significa hablar de “personas de bien”, de pensamiento “liberal”, de “valores familiares” y arraigo en la patria chica. Goyo G. Maestro, en La Razón de España, resume así el fenómeno brasileño. Fernando Mires le da el perfil de una inminente hecatombe histórica, a saber, “el retorno de Dios a la política”.
Quedaría atrás – no lo dice Mires, lo ajusto yo – la afirmada muerte de Dios que signa el advenimiento del socialismo del siglo XXI. Lo que sería inaceptable para quienes piensan que sólo hay democracia entre los feligreses de Marx. No por azar y como paradoja, desde su lecho de muerte, reza Chávez el Así habló Zaratustra escrito por Nietzsche hacia 1885, que luego recomienda como enseñanza de cabecera a sus causa habientes. El todo vale es la regla de oro. Sobre todo, para quienes, como los impresentables Ernesto Samper y J. L Rodríguez Zapatero, se rasgan las vestiduras con la llegada al poder de los Macri, los Piñera, los Abdo, los Duque.
Mires, para sostener el galimatías de su argumento parte de una premisa falaz. Resucita el dogma de nuestra modernidad republicana para distraer el contexto, el actual. Nos devuelve – aun cuando advierta que no es lo planteado – al tiempo medieval y renacentista, cuando se confunde al Estado con la Iglesia: “El regreso del discurso político autoritario- religioso está cambiando las formas políticas liberales que hasta ahora había asumido el orden occidental”, dice. Intenta condicionar a sus lectores, a los tontos, preciso. Y sobre otra página, gastada como ya se encuentra la de los marxistas del siglo corriente, traza la igual dicotomía o polaridad política que éstos asumen plagiando al jurista del mal absoluto, Carl Schmidt: Hombres buenos y malos, amigos y enemigos, racionales y oscurantistas, progresistas y ultra derechistas, como Donald Trump o Bolsonaro.
“Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba…, afirma hace algún tiempo el señalado revisionista de origen chileno, esta vez en nombre del liberalismo salvaje resucita al fantasma del Antiguo Régimen. Quiere asustarnos. Mas lo cierto es que la cuestión latinoamericana es más elemental. Supera y nada hace con sus respetables reservas con los curas o con Dios, a quien prefiere muerto.
La muerte de Dios – asunto cultural – significa para Occidente, como lo creo, verse desdibujado. La renuncia a sus raíces cristianas en beneficio de la neutralidad y lo políticamente correcto, dejando de lado la antropología que aquéllas implican, como las ideas de libertad, de respeto a la dignidad humana, de racionalidad, de trascendencia, es lo que le ha hecho declinar frente a dos peligros reales y actuantes: el fundamentalismo de los ex ciudadanos, no solo el islámico,integrantes de los nichos sociales que nos lega el final del Leviatán, del Estado o la cosa pública territorial, a saber, los raciales, étnicos, neoreligiosos, ambientalistas, autonomistas, de género, por una parte y, por la otra, el todo vale mencionado, en sociedades disueltas y atomizadas como las nuestras.
Los áulicos de esas retículas contemporáneas, como Mires, reclaman para ellas y para sus conductores populistas, el todo vale, el derecho a la diferencia para desconocer la otredad sin pagar costo alguno, salvo el de la irreverencia o la licencia para que defequen sus estados de ánimo sobre las redes, sin cortapisas.
Pretende Mires que nos traguemos sin eructar a Lava Jato y Odebrecht, a la grosera colusión de los gobiernos de Lula, Kirchner, Correa, Chávez, Maduro, Ortega, Morales, con el mundo del narcoterrorismo. Serían males menores.
El liberalismo sin virtudes que defienden los progresistas de la izquierda y sus conversos, amamantados por la quiebra de las leyes universales de la decencia humana y el relativismo dominantes, reclama, por si fuese poco, que por “razones democráticas” privilegiemos el diálogo entre Estados criminales y sus víctimas, o entre éstas y los cárteles de la droga. Todo por la convivencia, en Colombia, en Brasil, en Venezuela, en Nicaragua, en Bolivia.
Entre un Bolsonaro, quien pasa su prueba democrática ejerciendo siete mandatos como diputado, siendo el más votado en el Estado de Río de Janeiro, predica la izquierda de matriz cubana una democracia celestina, sin valores éticos, que acepte la libre elección popular entre la ley y el delito, entre el vivir civilizadamente u optar por la barbarie. La templanza es, según ésta, fascismo puro.