La lucha del pueblo judío contra sus vecinos es milenaria.
Basta leer El Viejo Testamento para tener una noción histórica básica de estos
enfrentamientos, aunque solamente el libro de Los Macabeos tenga correspondencia
formal con los anales avalados académicamente. Pero poco importa esta observación
para quienes tenemos a la Biblia como el gran referente cultural que orienta la
evolución religiosa del mundo occidental. Se trataría solamente de un detalle porque lo
importante a resaltar de estos textos es el mensaje espiritual que subyace a lo largo de
estos relatos donde lo demergido le sirve de plataforma a esa realidad viva que es la fe
humana en poderes sobrenaturales.
Pero si bien lo espiritual es la sustancia que atraviesa lo
fáctico en la busca de una trascendencia ofrecida al principio de los tiempos, no es
menos cierto que el escenario dentro del cual se cumplen profecías, designios divinos e
invocaciones al Dios de los cielos, es de una violencia circular que tiene como objetivo
inmediato y temporal el dominio de territorios y la conquista del Poder.
De esta forma la Historia Sagrada de quienes nos
inscribimos en la franja religiosa judeocristiana es una Historia de confrontaciones
interminables donde la misma fe se ha convertido en argumento para persecuciones y
guerras inclementes. Incluso el libro de Los Salmos , poemas atribuidos a David y los
cuales constituyen textos de lectura obligada en todas las misas católicas, no son otra
cosa que invocaciones de un guerrero perseguido pidiendo protección a un Dios que
alivia el sufrimiento de la soledad y el miedo en medio de una fuga por lugares
escabrosos.
Ese mismo Dios que le dio fuerzas a los mártires de
Masada, que azotó a Egipto con diversidad de plagas y la muerte de los niños
primogénitos, el que entre truenos y fuego inmerso en una luz cegadora entregó las
Tablas de la Ley a los descendientes de Abrahán y de Jacob , el que iluminó los sueños
de Daniel y ayudó en las batallas a Josué, ese mismo Dios que ahogó mundos antiguos
y aniquiló ciudades para castigar pecados, es el Dios por el cual el Estado de Israel
legitima la tenencia de la Bomba Atómica como mecanismo de defensa.
Y ese Dios de los judíos es también el Dios de
nosotros los católicos, pero convertido en amor y sacrificio de apegos materiales en
beneficio de las bondades del alma por un hombre sobre el cual se afinca la esperanza
de paz de millones y millones de personas, Jesús El Cristo. El Mesías que habla de
perdonar el mismo pecado setenta veces siete, el que indica poner la otra mejilla ante
el enemigo, el que cordero se entrega sin lucha ni resistencia a la ignominia de una
muerte entre torturas. Por ese Dios Jesús los católicos venezolanos hemos construido
un país sin odios religiosos y nos sentimos hermanos del judío, del árabe, del
musulmán, del budista, del taoísta y de todos aquellos que entre nosotros comparten el
principio ecuménico que nos hace a todos hijos de Dios.
Y en verdad si uno lograr elevarse sobre las ataduras
mentales y pone su corazón al servicio de lo transcendente neutraliza los problemas se
libera. Esto lo podemos conquistar con una oración que nos enlace directamente con la
magnificencia y bondad que reside en la fuente de paz que es Dios.
El sentido de la oración es abstraerse de los apetitos que
nacen de la sensorialidad, alejarse del camino de ambiciones económicas, políticas,
sociales o de cualquier tipo, y dejarse llevar por la mansedumbre de la humildad hasta
que sintamos que nada material es más importante que estar con Dios y disfrutar gracias
a El de un estado de conciencia puro, donde no hay culpa, ni amenazas, ni temor ni
angustia, solamente la mirada de un ser superior que nos brinda el conocimiento de lo
pequeño que somos cuando disputamos las migajas del mundo y lo grande que podemos
ser si asumimos el don de la espiritualidad.