La actual realidad política de Venezuela es otro episodio de una recurrente guerra entre barbarie y civilización impuesta hace dos siglos por José Tomás Boves.
Su novedad es la insólita alianza entre una oportunista cábala castrense y un resentido que encubre complejos y odios sociales con el maltrecho velo ideológico llamado socialismo.
En el régimen existe gente con fuerte inclinación totalitaria, pero su ejecución es pura torpeza, ineptitud y bajeza. Poco pesan la disciplina o la ideología en el risible y chambón despelote militar patentizado hace poco en la Avenida Bolívar de Caracas.
También anula toda presunción intelectual la descarada arrebatiña que protagoniza esa vulgar gavilla de mafiosos – en Colombia despectivamente les llaman “traquetos” – por acaparar todos los bienes materiales de la nación.
No habrá nada enaltecedor, heroico o glorioso en las últimas etapas de un régimen fundado en odio y resentimiento, sostenido con fuerza bruta, y señalado por la bestialidad y la sevicia en todas sus acciones. Su final será tan miserable como traicionera y alevosa su gestación.
La codiciosa ruindad de ambos grupos terminará reventando la corrupta y mórbida pústula. Más temprano que tarde, los dos lados de la malsana alianza – desprovistos todos de lealtad, ética, decencia y honor- se caerán a dentelladas entre sí por las sobras de un despojo que ellos mismos han hecho, en medio de un denigrante “sálvese quien pueda”.
Las dos caras del monstruo bicéfalo – militar y civil – que hoy desgobierna el caos venezolano terminarán culpándose mutuamente por el estrepitoso fracaso de un demencial proyecto que jamás tuvo futuro.
Los mercenarios que hoy mal portan las armas de la república no vacilarán en voltear las contra aquellos alucinados que insistan en mantener un descabellado experimento contra toda natura y realidad.
Muchos que hoy juran lealtad eterna a los palurdos representantes del montaje se erigirán en el gendarme imprescindible para neutralizar esas bandas criminales que la dictadura armó para reprimir y aterrorizar a una población inerme.
Al final, ese cruel mamarracho que denominan “revolución” terminará devorando a sus hijos; y un puñado de criminales – civiles y militares – pasará a los anales de la ignominia.
La barbarie ha podido asaltar el poder, afanar millardos, coleccionar charreteras, comprar aplausos y alquilar alcahuetas; pero nunca logrará obtener eso que tan estridentemente exige, que en absoluto conoció, que de ninguna manera sintió, y que jamás conseguirá: El respeto del mundo civilizado.