Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, muchas personas tuvieron más interés en Jesús. Pero siempre requerían de un signo. ¡Cómo si no eran suficientes los milagros que iba realizando por todos lados!
En una de esas conversaciones que tuvieron con Jesús, se refirieron al maná que comieron sus antepasados en el desierto. Y Jesús les habló de otro “pan”, muy superior al maná, porque quien lo comiera no moriría. Ellos le pidieron a Jesús que les diera de ese pan. Llegó a un punto el diálogo en que Jesús les dijo que El mismo era ese “pan”: “Yo soy el Pan de Vida que ha bajado del Cielo”.
¡Más vale que no, porque se armó un gran escándalo! “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que nos dice ahora que ha bajado del Cielo?” (Jn. 6, 41-51
Se escandalizaban porque no tenían fe, mucho menos la confianza que viene con la fe. No confiaron en la palabra de Jesús y enseguida se pusieron a revisar de dónde había venido. Y, guiados por sus propios razonamientos, concluyeron que Jesús no podía haber venido del Cielo.
Se equivocaron. Igual nos pasa a nosotros cuando confiamos en nuestras conclusiones y no en las de Dios.
Hay cosas “imposibles”, que sólo se entienden y se aceptan en fe. Como la Eucaristía, ese “Pan” bajado del Cielo. A simple vista es una oblea de harina de trigo. Pero esa hostia consagrada es ¡nada menos! que Jesucristo, con todo su ser de hombre y todo su ser de Dios.
Pero para creer hace falta la fe. Cierto que la fe es un regalo que Dios nos da, pero –igual que los regalos- hay que recibirla y usarla. La fe hay que ejercitarla. ¿Cómo? Creyendo las cosas que sabemos que Dios nos ha revelado, como que al comulgar recibimos a Jesús. ¿Lo vemos? No. Pero ¿lo creemos? Sí. Eso es la fe.
Ese alimento que es Cristo en la Eucaristía es muy “especial”, porque no funciona como los demás alimentos. Cuando ingerimos los demás alimentos, nuestro organismo los asimila y pasan a formar parte de nuestro cuerpo y de nuestra sangre. Pero cuando recibimos a Cristo en la Eucaristía, es al revés: nosotros nos asimilamos a El, “nos unimos a El y nos hacemos con El un solo cuerpo y una sola carne” (San Juan Crisóstomo).
Pero es “especial”, además, porque nos da Vida Eterna. Bien les dice Jesús: “Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Este es el Pan que ha bajado del Cielo, para que, quien lo coma, no muera … Y el que coma de este Pan vivirá para siempre”. Gran regalo que nos ha dejado el Señor. Ese Regalo es Él mismo, para ser alimento de nuestra vida espiritual.
En el Antiguo Testamento hay un pasaje en la vida del Profeta Elías que nos recuerda algo muy importante de la Eucaristía. Elías estaba moribundo en el desierto. Pero Dios envió un Ángel que lo despertó para darle comida. Y “con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 R 19, 4-8).
Alimentado así, Elías hizo su travesía por el desierto hasta llegar al monte de Dios. El alimento del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos da a nosotros fuerza para realizar el viaje hacia la eternidad, viaje que -por cierto- ya hemos comenzado todos los que vivimos en esta tierra. ¡Y mejor es que vayamos bien alimentados!