He dedicado las horas recientes a los estudiantes de postgrado hondureños. Les he hablado sobre la calidad de la democracia – a pedido de la Fundación Konrad Adenauer – y acerca de los procesos de participación ciudadana. De sus incidencias mayores o menores, las de la sociedad civil sobre el poder y los partidos y viceversa. Y por tratarse de una cuestión de calidad, que no de mera intensidad democrática, les hago énfasis en los derechos vinculados con la elección informada de los gobiernos, el control cotidiano de sus desempeños, y la exigencia de responsabilidades a quienes ejercen funciones públicas o partidarias.
La calidad de la democracia es algo distinto y más complejo que tener o no buenos o malos gobiernos, que los hay democráticos. Lo importante y previo es contar con sociedades cuyos lazos de identidad y compromiso, con y dentro de los espacios públicos, mediando garantías, les permitan decidir la legitimidad del poder y reclamar de este rendir cuentas. La regla de oro es que la cosa pública es pública, está a la vista, es accesible a cualquier ciudadano, sin secrecías, en Estados dispuestos a servir a la verdad.
Inevitablemente mi pensamiento se desvía hacia Venezuela, hacia mi patria doliente. Se disuelve y vive su agonía terminal. Es víctima de un pequeño grupo criminal de suyo apegado a la ley de la mentira, propiciador de la desconfianza, que ha fracturado las texturas que históricamente nos forjaran y sostuviesen como nación y como república.
Somos apenas, en el instante, un arrumado de hombres y mujeres trashumantes, de miradas perdidas, hambrientos y desdentados, en abierta diáspora hacia adentro y hacia afuera.
El vínculo que nos resta es el sufrimiento en común, que no discrimina, o los empujones que nos damos sobre el puente hacia Colombia. ¡Y es que hasta el primitivo y natural vinculo de la especie humana, el de la familia, nos lo ha roto el ostracismo!
Entre tanto, lo cierto es que también los secuestradores de lo nuestro, invasores del palacio presidencial, están allí, presos, enrejados por los miedos y la desconfianza recíproca que les corroe, con mayor acritud. Todos tienen antecedentes. Todos cuentan con una alerta roja internacional que les mantiene – diría Rómulo – aislados tras un cordón sanitario.
Nicolás Maduro y quienes en apariencia le acompañan tiemblan a la espera del zarpazo inevitable, y lo saben. No se cocina afuera. Se cocina desde adentro, cerca de ellos, y el pueblo – no sólo el emblema de este pueblo e imagen viviente de un cristo lapidado que es el estudiante y diputado Juan Requesens – los observa. Aprecia que se ceban en la vesania y con psicopatía.
Todos y cada uno de los venezolanos es un dron en potencia, y se les adelantan quienes dentro de los despojos de lo que fuera el régimen chavista y la organización pública venezolana, actúan como hienas, con instinto de supervivencia.
Padecemos el ajuste de cuentas, la venganza de la que hace pocos días nos hablara a los venezolanos la innombrable vicepresidenta, cabeza del cuerpo de verdugos oficiales. Nada que decir de su hermano, ambos amamantados en la práctica del secuestro, y el último, a la sazón, superando al personaje de la novela Sangre en el diván, de Ibéyise Pacheco.
Mientras decía a los hondureños sobre el deber de asumir sus problemas y desencantos con la política y los políticos a la manera de desafíos para crecer, intensificando la experiencia de la sociedad civil en democracia y bregando por su calidad, para mis adentros me preguntaba si, en nuestro caso, ¿cabe siquiera aspirar al voto universal, directo y secreto: el esfuerzo logrado por la generación universitaria de 1928, que cristaliza en 1947? ¿O es un lujo, en las circunstancias?
La cuestión de alcanzar la universalidad del sufragio busca, a mediados del siglo XX, enterrar al gendarme necesario, a las dictaduras electas en segundo grado por parlamentos afectos al gamonal de circunstancia. Ahora se trata de lo más primario: salvar la vida, librarnos de las torturas, frenar la cultura de la muerte y su saña desbocada, para luego avanzar a lo que sigue, como en los tiempos iniciales de la humanidad, como en el tiempo de nuestra colonia: dejar atrás el nomadismo al que nos han sometido, reunir a la tribu, recrear y disfrutar el sentido de la familia, alcanzar el sosiego.
Dirán que exagero o soy presa del pesimismo. Por el contrario. La realidad nos golpea a los ojos, habla por sí misma, salvo a quienes padecen de disociación, explicable en esta hora nona. Me refrescan y veo prometedores, por ejemplarizantes, antes bien, los íconos que son Requesens y Carlos Cruz-Diez. Aquel, como en el Nuevo Testamento, anuncia resurrección. Éste, abriendo las páginas del Libro de los Libros, recrea a Moisés. Nos habla del tránsito por el desierto hacia la tierra prometida y pendiente de hacerse, que impone el vuelo de la imaginación, dejar atrás nuestras taras más que bicentenarias: el mito de El Dorado y la invocación del hombre a caballo.
“Todo está obsoleto y hay que inventarlo de nuevo… Qué maravilla”, dice el legendario Carlos desde su “nonagénica” visual, con perspectiva multidimensional, la del maestro del arte cinético que es para nuestra gloria.