El daño vertebral que el Socialismo del siglo XXI le inflige a la democracia es judicializar la política. La experiencia la inauguran, a mediados del siglo XX, los cubanos. No por azar, todo disidente político es considerado criminal, sometido a la Justicia, llevado a la cárcel sin más.
Alcanzado el siglo XXI, Hugo Chávez, coludido con profesores de Valencia, España, visitantes de la Universidad de La Habana y dentro de cuyo seno surge Podemos, afina la experiencia y la extiende a la Bolivia de Evo Morales y al Ecuador de Rafael Correa, instalando en la región, bajo inspiración del Foro de Sao Paolo, “regímenes de la mentira”.
Sobre el pecado original de la Constituyente venezolana de 1999, ésta trastoca sus límites y al efecto remueve, sin fórmula de juicio ni derecho a la defensa, los integrantes del Poder Judicial.
Los jueces son transformados en provisorios, para sujetarlos, y a los magistrados de la antigua Corte Suprema de Justicia les cancela sus períodos de elección, los manda a casa, dado que, en lo adelante, nace el actual e inconstitucional Tribunal Supremo de Justicia revolucionario.
Lo que sigue es bochornoso y se olvida. Los jueces provisorios del novísimo TSJ, como jueces en causa propia y en Sala Constitucional, deciden que no están sujetos al cumplimiento de los requisitos de la nueva Constitución para ejercer como tales. Allí se quedan, justamente, para judicializar la política.
Morales y Correa no se quedan atrás con sus Constituyentes, una que escribe el texto fundamental del país dentro de un cuartel y finge debatirla en la sede de la Lotería Nacional, y la otra desde Montecristi; todas subvirtiendo los procesos correspondientes y mirando el objetivo, controlar el poder para siempre.
El denominador común es la forja de amanuenses, de escribidores al servicio de las narco-logias que secuestran a dichos Estados, para que, en función de sus crímenes e ilegalidades desde el poder se encarguen de purificarlos; y, si fuese el caso, interpreten a conveniencia la Constitución para que diga lo que no dice, sin necesidad de enmiendas o reformas.
En el caso venezolano es voluminosa la memoria escrita por Allan R. Brewer Carías.
La mentira constitucional se hace moneda de curso corriente. La describe, premonitoriamente, el maestro italiano fallecido Piero Calamandrei, al dar cuenta del fascismo que lo persigue: “Es algo más complicado y turbio que la ilegalidad: es la simulación de la legalidad, el fraude, legalmente organizado, a la legalidad… La corrupción y degeneración… es el instrumento normal y fisiológico del gobierno [que se funda en la mentira legalizada]”.
Usar como instrumento a la Justicia para limpiar ante terceros la podredumbre que queda al paso durante los gobiernos de Chávez y Maduro, de Morales y Correa, y también el de los Kirchner en Argentina y Lula en Brasil, es lo perversamente novedoso. Lula no lo alcanza. A la viuda en Argentina no le estira el tiempo. Ahora Correa acusa a la Justicia que modela a su antojo de parcial, y hasta implora la ayuda de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que denuesta junto a Morales, arguyendo la soberanía plena de “sus” jueces.
El engendro de una justicia venal y arrodillada ha hecho posible el absurdo de la muerte de la democracia a fuerza de votos, en América Latina, un contrasentido. Ella desconoce la soberanía popular a conveniencia y afirma como soberanos los atentados a la constitución por los dictadores de nuevo cuño. Sino que lo digan los colombianos, cuyos jueces, mirándose en el espejo de las FARC, lapidan al gobierno recién electo de Iván Duque, al perseguir con saña a su mentor, Álvaro Uribe Vélez, por ser un demócrata intransigente.
Es poco el espacio para ampliar lo señalado, o agregar otro aspecto colateral, como el empeño del Socialismo del siglo XXI en constitucionalizar como derechos humanos hasta el modo de observar las estrellas. Provoca inflación en los derechos para devaluarlos, crea una selva legislativa favorable a su arbitrario manejo; tanto que los derechos ya no alcanzan para todos y han de repartirse sólo entre los leales a la revolución. Nada queda para los adversarios, los contrarrevolucionarios.
En mi reciente libro Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (EJV, 2018) digo, por ende, que: “resolver sobre los derechos y acerca de sus garantías dentro de un Estado de Derecho, implica, en contextualizar democráticamente, afirmar el derecho a la democracia y al término resolver – ¿acaso el juez constitucional o el parlamento, o ambos a la vez como guardianes de la Constitución?– con base al sagrado respeto de la naturaleza de la persona humana; dándole textura de base a la diversidad social, linderos democráticos al pluralismo, y circunscribiendo el todo a las exigencias ineludibles de la misma democracia”.
Jueces al servicio de la democracia es lo que urge. De cagatintas a la orden de rufianes y
traficantes de ilusiones está llena nuestra historia de caídas. Cabe arrancarlos de raíz.