No sé si mis lectores -si los tengo- son aficionados a los deporte como yo, vieja
refistolera que ve por TV béisbol, tenis y fútbol, sobre todo cuando se trata de grandes torneos, como los que terminaron el domingo 15 de julio en Rusia e Inglaterra: el Mundial de Fútbol y el abierto de tenis de Wimbledon, respectivamente. Si no lo son, de todas maneras no abandonen la lectura, porque siempre termino en una reflexión distinta a propósito de una tema que puede ser este tan eminentemente deportivo.
Aunque perdí mucho el interés en estas finales del 15 de julio, porque habían caído mis favoritos para ganar ambas justas, espectadora deportiva al fin, arreglé mis horarios dominicales para estar pendiente de la pantalla chica. En lugar de ir a la misa de 11.30, a la que suelo ir, fui a las 8 am, de manera que pude ver el recién comenzado partido de tenis entre los finalistas, el surafricano Kevin Anderson y el serbio Novak Djokovic.
Más que verlo, lo oí –escribía mientras tanto- porque los dos primeros sets fueron fastidiosos, Novak dominando a Kevin totalmente y, como mis simpatías iban con éste, menos me gustaba. El tercer set fue mejor porque Anderson reaccionó y dio buena lucha, pero de todas maneras cayó ante el serbio que se coronó campeón de Wimbledon por tercera vez; para el surafricano era su primera final. A mí Djokovic, además, me … mejor decir como le gustaba a san Josemaría Escrivá: No digas que esa persona te cae mal, sino que te santifica. Pues bien, me santifica.
Kevin venía de protagonizar dos partidos tremendos: en 5 y luchados sets venció a su majestad Roger Federer –de los más grandes en la historia del tenis- y luego el segundo partido más largo en la historia de Wimbledon: 6 horas y 37 minutos duró su encuentro con el estadounidense John Isner, a quien venció, eso, un par de días antes y llegó a la final evidentemente disminuido. No es que Novak las tuviera todas consigo, porque la víspera, en fiera pelea de 5 sets, le ganó a Rafa Nadal, 3 sets jugados el viernes hasta las 11 de la noche y 2 el sábado, pero las rondas anteriores no le fueron tan agotadoras como al pobre Anderson. Dato curioso, unos años antes, en el partido más largo que se ha jugado ahí mismo, uno de los protagonistas fue John Isner. El muchacho tiene obre sí la espada de Damocles para morir en la cancha.
Del final del mundial de Rusia, ni hablo. El juego también más bien lo oí, seguía escribiendo en mi computadora. Iba con Croacia. Viví un fin de semana en onda de perdedora.
¿Por qué tenemos preferencias o rechazos en este campo del deporte como en tantos otros? Por supuesto que dependen de muchas cosas: nacionalidad, familia, amistades, pertenencia a grupos y hasta idiosincrasia. Se nace con tendencias y sensibilidades, a veces estas últimas pueden provocar gratuitamente simpatías o lo contrario. Con esto debemos tener cuidado, porque irracionalmente podemos caer en una falsa creencia y errada actuación en consecuencia.
Un amigo me contó: alguien le dijo que jamás votaría por tal candidato porque se le había acercado para decirle algo, el tipo no le hizo caso y se puso a escribir en una agenda. ¡Qué equivocado estaba el resentido! En primer lugar, es una actitud infantil negar el voto por esa nimiedad y, en segundo lugar, justamente lo que hacía el candidato era anotar lo que le estaba diciendo, porque esa es su costumbre.
En deportes, poco importa que tengamos simpatías o no por tal o cual, no le hacemos daño a nadie, mientras no llevemos el fanatismo a la violencia, ¡pero en política…! Nos lo hacemos a nosotros mismos por falta de discernimiento y pensar más en el yo que en el bien de la nación.