#Opinión De todo menos bonito

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La tragedia que hoy vive Nicaragua es una repetición corregida y aumentada de la experiencia venezolana: Protestas masivas y en alto grado espontáneas, reprimidas con violencia por bandas forajidas mientras fuerzas armadas oficiales se hacen cómplices o se cruzan de brazos.

El ensañamiento de la diabólica pareja Ortega-Murillo desenmascara su siniestro régimen, y les ha traído ciertas consecuencias internacionales – aunque todavía menores a las del caso venezolano.

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Pero todo ello – y nuestra propia experiencia – indica que, si bien las acciones de calle tienen un eventual y altísimo valor político; ellas, por sí solas, no terminan de lograr el resultado deseado frente una acorralada pandilla carente de ética, rubor o escrúpulos.

Tampoco vemos con Nicaragua la reacción internacional contundente que muchos consideran imprescindible para salir de semejantes impasses. No hay gobernabilidad, pero tampoco se define una alternativa clara y sustentable.

¿Significa todo esto que hay que resignarse a que las tragedias de Venezuela y Nicaragua se equiparen al atormentado caso cubano? No.

Las diferencias de fondo son tan enormes como evidentes sus parecidos superficiales. Todas comparten las mismas raíces de odio, mezquindad, petulancia y complejos, pero cada ejemplo tiene su historia, sus ingredientes y su entorno.

El vía crucis venezolano se extiende a causa de arraigadas tradiciones y consejas populistas, sustentada a punta de una plata hoy disipada, y en su momento estimulada por un fenecido taumaturgo.

Ciertos analistas pusilánimes confunden zarpazos con fuerza y ven a las cuadrillas vandálicas de Venezuela y Nicaragua como inexpugnables; pero en ellas todo es un improvisado por ahora, donde solo va quedando brujería, montar misas sacrílegas, quitar ceros a la moneda, o amenazar con volar puentes colombianos.

Se trata de camarillas de tan baja estofa que entre ellas no se plantean lealtades firmes sino ciertas complicidades coyunturales, que son las que hay que fragmentar.

Sus cúpulas reinantes son cual purulentos furúnculos que el mundo civilizado debe presionar implacablemente. No se trata de aislarlas sino acorralarlas por todos los costados y frentes: Nacionales e
internacionales, políticos, económicos, sociales, legales y morales, sin desechar táctica o instrumento alguno, hasta reventar la podredumbre de su epicentro.

Y hacerlo se debe antes del fin de este año, cuando en México podría surgir un nuevo foco infeccioso de mayor entidad y calibre. Sea cual fuere el final de toda esta macabra experiencia, se pinta de todo menos bonito.

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