“No es prudente elevar a hombres inéditos hasta una labor importante de dirección, para ver qué sale. -¡Como si el bien común pudiera depender de una caja de sorpresas!” (San Josemaría Escrivá, SURCO, 696)
No en balde acaba de escribir Rodolfo Izaguirre en su reciente artículo, “Están tocando a mi puerta”, estas frases reveladoras:
“…el día nace justo a la medianoche y las transiciones hacia la democracia parten de decisiones tomadas por el autoritario. (…) Juan Vicente Gómez borró cualquier posibilidad de que algunos de sus violentos y patibularios familiares más cercanos lo sucedieran y nombró a Eleazar López Contreras, quien (…) acortó el período presidencial y evitó (…) vestir el uniforme militar (…) Francisco Franco reinventó un monarca para que fuese su sucesor y este nuevo rey marchó en dirección hacia la vida civil (…) Augusto Pinochet enderezó la economía que malbarató y llevó al caos un civil de izquierda llamado Salvador Allende”.
Estas palabras de Izaguirre me afirman en algo que siempre repito -aunque mi gran amigo Paul Leizaola se estremece cuando me refiero a Franco: los grandes déspotas que conservan un rasgo de humanidad, de ser gente y algo bueno hicieron, mueren en su cama, da la casualidad que también cito como ejemplos a Juan Vicente Gómez, Francisco Franco y Augusto Pinochet. Los demoníacos no: Hitler, Mussolini, Stalin, Gadaffi y el de aquí.
De las dictaduras que he vivido -antes de la actual- anoto: ni Gómez ni Pérez Jiménez se rodearon de ineptos, por el contrario, llevaron a los cargos de responsabilidad personas aptas para ejercerlos. Sobre todo el general Gómez, quien si no era un hombre culto, sí inteligente y sagaz, respetó las opiniones de los técnicos. En esto, Pérez Jiménez fue menos hábil, en algunas ocasiones la camarilla de aduladores influyo en sus malas decisiones; era más preparado que Gómez, pero menos sagaz. El general de la Mulera dejó un país pacificado, sin deuda externa ni interna, una industria petrolera andando y, aunque se enriqueció y expropio haciendas para su provecho, ni un centavo de su capital puso fuera del país, a su muerte todo le quedó al Estado. No podemos decir lo mismo del otro, dictadorcillo que fue más hecho por su entorno que por propia vocación.
¿Qué pasa ahora? Lo dice la cita de san Josemaría -ayer fue su fiesta- que encabeza este artículo. Nombran para puestos importantes a los más inéditos, nadie se ocupa del bien común y entonces la eficacia depende de una caja de sorpresas, puede haber una buena, pero sería casi milagrosa. Una persona que ha ejercido con indignidad sus cargos, hasta el punto de dejar en ridículo al país y a ella misma, tratando de entrar por una ventana a donde no había sido invitada, no hace sino escalar posiciones más altas, la última, la más insólita, si por cualquier eventualidad hay una inhabilitación, queda ella, con toda su falta de sindéresis, a la cabeza. La puntilla para el país, ¡Dios nos agarre confesados!
¿Y qué podemos decir de los otros? Yo nada, no los conozco. Sólo al reemplazante de la susodicha, va a una posición menor y de tipo económico. La cosa tiene visus de golpecito de Estado interno. Da la impresión de un capear evasivo, revuelven una sopa que bien podemos calificar de “olla podrida”, sin que desmerezca la famosa composición culinaria con ese nombre.
Sin embargo, aunque parezca, nada es improvisado ni falta de cordura, por el contrario, está perfectamente planeado desde el principio. No se trataba de hacer un país y elevar a un pueblo, sino de lo contrario, destruir y anular para dominar. Los ineptos son los mejores para lograrlo y está a la vista. Sólo han obviado algo: Dios pierde escaramuzas y batallas, pero no la guerra. La abundancia del bien aplasta la del mal. Los venezolanos debemos estar dispuesto a lograr esa abundancia.