El pasado seis de junio se cumplieron cincuenta años del asesinato en Los Ángeles del Senador Robert F. Kennedy. Fue un político en quien aún los adversarios que nunca temió tener, reconocen que combinó idealismo y pragmatismo, y un estadista que sirvió con pasión a las causas que abrazó en la lucha cívica sea contra la corrupción sindical, la segregación racial o la desigualdad. Cuando lo mataron, tras celebrar una importante victoria electoral, tenía 42 años y ya su vida era un desafío a los prejuicios y los lugares comunes.
Hijo del privilegio por nacer en familia rica e influyente, recibir la mejor educación y tener la posibilidad de relacionarse con las esferas más altas, era capaz de conmoverse ante el infortunio de los desheredados, de los discriminados, de los olvidados. No sé si este lector de poesía, de Esquilo a Lord Tennyson a Robert Frost, a través de los siglos, conociera aquel verso sencillo de José Martí: “Con los pobres de la tierra/quiero yo mi suerte echar/el arroyo de la sierra/me complace más que el mar”. Se habría sentido interpretado. Su compromiso con la justicia social tiene raíces en su fe católica, una premisa de su vida, asumida desde el corazón irlandés de su familia.
“Una disposición a preservar y una habilidad para mejorar, juntas, serían mi estándar de un estadista. Cualquier otra cosa es vulgar en la concepción, peligrosa en la ejecución” dijo Burke avanzado el XVIII en un concepto que considero clásico. Hacer lo más que se pueda con los materiales existentes en un país, es lo que hace un buen patriota y un buen político. Conservar lo esencial, inconformidad ante lo que anda mal, ánimo abierto a la innovación y capacidad de cambiar.
La misma fuerza ética que le lleva a repudiar la guerra en Vietnam, lo compele a condenar el terrible sistema dictatorial instituido en nombre del comunismo. Y, lógicamente, a sospechar y distanciarse del extremismo: “Lo que es objetable, lo que es peligroso de los extremistas no es que sean extremos sino que son intolerantes”.
En su inmensidad del Atlántico y el Pacífico, del Ártico al Caribe, y el inverosímil tapiz de su complejidad, los Estados Unidos son materia prima predilecta para el prejuicio y el lugar común, así como este político suyo. Paradoja acaso inevitable por la vitalidad y el poderío de los cuales el gigante admirado y envidiado, no siempre parece plenamente consciente. Leer su historia, comprender su política, puede ser muy útil.