Un nombre muy bien puesto porque todo volcán es fuego. Fuego de las profundidades de la tierra que se agita e irrumpe en la superficie derramando tragedia. Por algo el hombre en su imaginación, como lo hace Dante Alighieri, sitúa el infierno en las entrañas del planeta. Infierno o no, ese foco ígneo existe. A medida que el rumbo se aleja de él, la temperatura se va debilitando hasta llegar a más allá de la atmósfera, al espacio sideral, que es el imperio del frío.
El volcán es un punto débil de la corteza terrestre. Hay muchos en el mundo, zonas propicias, como Centroamérica, cuyos pequeños países albergan numerosos volcanes. De repente alguno se agita y surge por ese poro abierto todo el ardor interno hecho flama, lava, lodo, cenizas y arrasa con la vida que lo ha rodeado en los muchos años de su largo sueño. El despertar de un volcán es una furia enloquecida que decreta muerte. Le ha pasado a Guatemala en estos días, ha exhalado sus letales y ardientes vapores el Volcán de Fuego, dejando silencio, dolor, en torno suyo y luto en el país entero.
En contraste, la locura de un volcán en erupción es un espectáculo de aterradora belleza. Como la tempestad, el rayo, el relámpago, el trueno, el huracán, el tsunami que alza las olas hacia el cielo, el tornado que gira en ballet arenas, árboles y casas, el alud helado y blanco, que se precipita como el cerro descompuesto en piedras y terrones, el incendio forestal con su apoteosis de llamas, el suelo que vibra y ondula en el terremoto.La naturaleza es extraña, cuando se estremece en sus múltiples fenómenos, escribe hermosa poesía dramática entre acordes de llanto.
Siempre nos preguntamos el porqué de estos acontecimientos. Los creyentes increpamos a Dios, sentimos que tal vez nos abandona y le presentamos como reclamo víctimas inocentes. No entendemos el misterio.
No podemos entenderlo, nuestra mente no tiene la capacidad de hacerlo. Somos seres que habitamos en tres dimensiones y acaso para entenderlo tendríamos que existir en un mundo de cuatro y quién sabe si más, donde está ese “Yo soy” que se reveló a Moisés. Aceptemos con humildad esta irremediable incapacidad de la especie humana. Así nos hizo el Creador y a él pertenecemos. Nos entregará ese conocimiento cuando hayamos traspasado la barrera del tiempo. Y comprenderemos entonces que el pecado original también desquició el planeta que era el paraíso.
Mientras tanto, aquí estamos presentes como seres humanos expuestos a los imprevisibles acontecimientos que nos depara la existencia, sea por aparentes equivocaciones de la naturaleza, sea por errores de los hombres.
Quizás dentro de su carácter negativo tengan una luz necesaria para nosotros, porque ante la tragedia de pueblos hermanos se nos despiertan sentimientos de solidaridad, compasión, misericordia y caridad para estar con ellos, socorrerlos material y moralmente, lo cual a nosotros mismos nos enriquece el espíritu.
Por eso, esta erupción devastadora del Volcán de Fuego nos hace estar muy cerca y unidos al gimiente pueblo de Guatemala, víctima hoy, como tantos, de estos incomprensibles desmanes de la madre tierra.
Es oportuna, para rematar este artículo, la cita siguiente: “El hombre no debe contentarse con orar solo en nombre propio; debe orar también en nombre de toda la creación” (P. Gabriel de Santa María Magdalena, O.C.D. “Intimidad Divina”, 203).