Las ciencias sociales no son ciencias exactas en el sentido como lo son las que estudian el comportamiento de la materia, entre otras, la física y la química. Los científicos físicos tienen una relativa certidumbre cuando afirman que bajo las circunstancias tales y cuales, el resultado de un proceso debe ser tal y cual. Y si no ocurre lo que esperaban, entonces repiten los experimentos a ver que ocurrió o si hay más bien que modificar las hipótesis iniciales.
En las ciencias sociales nada tiene certidumbre cierta. La exactitud es probabilística, con amplios márgenes de error y lo que parece que es o va a ser, termina por ni ser ni parecer. Ocurre en la historia, la economía, la sociología, la lingüística, la filosofía y también en la política.
La política es una de esas áreas bien abonadas por la ignorancia. En ella sorprende escuchar a tanta gente opinar con pasmosa seguridad acerca de cosas de las que no se puede tener casi ninguna. Y lo han venido haciendo por años, sin detenerse un momento a pensar que tal vez están equivocados o leerse un pequeño manual de introducción al pensamiento político que les dé una visión de cuan resbaladiza y cambiante es la seguridad acerca de lo que es conveniente o necesario hacer, para lograr los fines que nos atormentan.
Ese diletantismo en política conduce a los mismos resultados a los que lleva a brujos a intentar curar enfermedades complejas de las que los propios médicos y expertos apenas muestran seguridad alguna: al fracaso, a la desilusión y a la antipolítica.
Las ciencias exactas estudian la realidad, tal como ella es y no como creemos que debe ser o como nos gustaría que fuera. En política todo esto está enredado: lo que es, lo que nos gustaría que fuera y lo que creemos que debe ser. Mesclamos razonamientos racionales con emocionales, confundimos deseos con realidades y esperanzas con visiones mágicas. Actuando de esta manera nunca entenderemos nada ni construiremos nada sólido, nada duradero. Entender y actuar con alguna certidumbre en política requiere muchos conocimientos de historia, psicología de masas, sociología, economía, etc.
Escribo todo lo anterior a raíz de mi experiencia asomando que tal vez Henri Falcón podría ser un buen candidato para la transición. De ahí saqué varias conclusiones: si alguien opina a favor de una u otra opción recibirá una catarata no de argumentos, sino de insultos. Será acusado de las cosas más peregrinas y descalificado como ignorante y mal intencionado, como vendido al gobierno o al imperialismo y linduras semejantes, no importa con cuanto cuidado haya expuesto sus argumentos: no serán leídos y ni considerados.
Es entonces que uno llega a conclusiones pesimistas: este pueblo merece lo que tiene, es consustancial a su situación. No digo que se regodea en ella, pero no hace ningún esfuerzo serio para entenderla ni muchos menos superarla. Y no me refiero al pueblo llano, pobre de toda solemnidad incluyendo las destrezas para pensar, sino a la fracción de pueblo del que se podría o debería esperar alguna capacidad pensante y en esto incluyo de líderes de partidos nacionales. Esto me recuerda lo ocurrido en España antes y durante la guerra civil: los lideres no fueron capaces de ponerse de acuerdo y eso facilitó el trabajo de Francisco Franco quien los derrotó y se montó 40 años en el coroto, tiempo suficiente para que una nueva generación de políticos entendiera la importancia de compartir algunos valores básicos de convivencia democrática.
De paso, pareciera que 40 años es el tiempo que tardan las viejas condiciones políticas para dar paso a las nuevas. Tras 40 años de la muerte de Franco, en España se presentan nubarrones que parecen anunciar cambios importantes. ¿Tendremos los venezolanos que esperar otros 20 años máspara empezar a entender la importancia de una acción unida y coherente para salir de este gobierno?