Desde los días de la desaparecida Unión Soviética y de los países de la Europa del Este que integraban lo que dio por llamar “La Cortina de Hierro”, los aumentos salariales fueron la receta comunista para detener las protestas en los países.
En una nación como la Venezuela actual, donde no hay control de calidad, ni control de precios, los aumentos salariales son la respuesta más descarada de la dictadura de Nicolás Maduro al desastre de la economía nacional. Es una graciosa astucia que convierte la llamada revolución bolivariana en un motín de encapuchados que asaltaron el poder.
Una de las grandes tareas que esperan al gobierno que sustituya a la dictadura es rehacer la Hacienda Pública, estimular la reorganización de la industria nacional, remediar la escasez, poner en orden la vorágine de los precios, atraer con seguridad jurídica las inversiones extranjeras.
El heroísmo del pueblo al soportar largas colas en los bancos para obtener migajas de efectivo, encontrar transporte para ir al trabajo, la escuela, la universidad y regresar a los hogares, la búsqueda de medicamentos en un sinfín de farmacias, la quema de la basura en las calles por falta de aseo urbano, la penuria de la falta de agua y electricidad, las dificultades para ser atendidos en los hospitales, la espera para velar y enterrar a sus muertos, ha convertido a Venezuela en un calvario.
Ahora con el mito de unas elecciones para renovar la presidencia, un pueblo intoxicado de lo que le dan, ha olvidado que no puede concurrir a un proceso de antemano viciado, que denunció Smarmatic, la empresa que certificaba la pulcritud de los comicios. A los títeres que sirven al régimen para dotarlo de legalidad, pero no de legitimidad, hay que decirles que nada es inocente. Detrás de los empujones que le quieren dar al pueblo para que vaya a las urnas, deben haber pactos misteriosos.
Estamos en una situación de sálvese quien pueda y con el éxodo de los venezolanos hacia otras latitudes llegamos al punto de decir “el último que apague la luz”. Miguel Vargas Llosa ha dicho que Venezuela es un país en desintegración, lo que vale a decir que esto ya no es un Estado sino un clima, un viento, que desearíamos que fuera “el barinés”, que llamó la gran poetiza guayanesa Luz Machado “viento de presagio”, que ojalá se convierta en huracán y se lleve a los fabricantes de injurias que forman un gobierno de analfabetas en un mundo globalizado del siglo XXI.
Venezuela es un país herido. Pero con el gran jurista español San Isidoro de Sevilla con fe debemos concluir “Siempre hiere Dios a quienes prepara para la eterna salvación”. Venezuela, como el ave fénix, resurgirá de sus cenizas.