Pocos rastros van quedando de la presencia afectiva, familiar y heroica de nuestros ancestros y contemporáneos cuyos restos yacen en cementerios.
Los camposantos son testigos inertes de la cruel devastación de nuestro patrimonio. En el cementerio de Bella Vista, el más antiguo de la ciudad, los estragos causados por el vandalismo demuestra el abandono y desidia de las autoridades llamadas a custodiarlo y preservarlo. Poseedor de una de las más ricas estatuarias y monumentos funerarios, es víctima constante de tropelías que rayan en indolencia. Los panteones y tumbas son profanados tras simples cabillas o placas; su desolación es carcomida por el miedo y la vorágine de la inseguridad que arrasa con todo: es el paisaje de un nuevo siglo anarquizado por bandoleros.
Algunos le achacan al desafuero por el mercado de metales como el cobre, el bronce y el hierro tal hecho. Otros al auge de prácticas esotéricas y la presencia de religiones que utilizan restos humanos para sus aquelarres. Locos, brujos y nigromantes atentan contra nuestros ancestros algunos ya convertidos en polvo.
Historiadores de todo bagaje hacen ver que a la llegada de los colonizadores españoles e italianos, ocurrieron semejantes profanaciones en espacios rituales y ceremoniales de nuestros pobladores naturales; inconcebibles para los dominadores como templos y plazas sagradas. Pero de eso hace ya 500 años.
Hoy en día ocurre por vejación, impunidad y olvido. Vejación por la explotación ripia de metales; impunidad por la anuencia con el delito y olvido por el desamparo afectivo.
Al margen de la inercia oficial para enfrentar el despojo y las tropelías, yace un delito mayor: socavar el origen. Muchos de los difuntos cuyos restos se guardan allí, compusieron la música que aún entonamos. Poetas cuyos versos continúan entumeciendo la sensibilidad, y una estatuaria de enorme riqueza plástica y cultural destrozada, que debería ser rescatada. Por mayores que sean los desmanes jamás podrá borrarse nuestro origen.
Somos un pueblo débil; ya casi nada nos conforta. Ir a la calle es un ejercicio de sobrevivencia; hacer que nuestro origen perdure un acto intransigente.