Nada es para la muerte, todo es para la vida.
Sólo hace falta mirar con el alma y ver con amor.
Que tras los muros siempre hay un horizonte.
Que tras el horizonte siempre está el cielo.
Que tras el cielo todo es un jardín de versos.
Y que bajo este nido de flores, ya no hay cruz.
Rescatados del dolor, renacen los latidos y la poesía.
Las piedras han dejado de ser piedras y son rosas.
Las rosas ya no tienen espinas y son aliento.
No existe la maldad, sino la gratitud a la gratuidad.
Porque, al fin, somos la gloria de la palabra,
despojados de toda miseria y redimidos por Jesús.
La liberación que viene de Cristo nos eterniza
y enternece, nos da sustento y nos sostiene,
en ese nuevo reino que no conoce otro pedestal,
que el de la verdad con la que somos el camino,
y el amor con el que nos donamos unos a otros,
bajo la mística que nos engrandece de alegría.
No hay otro lenguaje más sublime en nosotros,
que esa historia de vueltas y revueltas en el verbo,
en permanente búsqueda interior, conduciéndonos
y reconduciéndonos a testimoniar con el espíritu,
la redención de nuestro desdichado cuerpo,
tantas veces hundido en el fracaso y crucificado.
Quien se dona sabe perdonar y perdonarse,
sabe sufrir con el que sufre, y sabe ser
con el que es, más de allá arriba que de aquí abajo.
Como quiera que el corazón, por muy apagado
que se encuentre tras las llagas de esta vida,
halla en la fe el remanso, donde cargar los penas.
Vuelva, pues, el paraíso a ser el origen de toda luz,
regrese la grandeza de lo armónico a toda existencia,
transfórmense los días en comunión con Dios,
vívase y revívase todo lo bueno que nos une
al Creador, pues el hombre por sí solo,
nada es por sí mismo, y lo es todo cuando ama.