Nuestro extraordinario profesor de Historia del Arte en la Universidad de Los Andes y su Facultad de Humanidades en 1975, fue el Doctor Juan Astorga Anta, un republicano español venido a estas tierras después de la Guerra Civil. Era un anciano rollizo de voz grave y de buen vestir, fue varias veces decano y por ello se le calificaba de militante socialcristiano. Sus clases eran una verdadera delicia, pues contaba unas anécdotas llenas de chispeante ironía.
Nunca faltaba a sus clases que comenzaban siempre a las 11 de la mañana, armado de un proyector de diapositivas que manejaba Carlos, su preparador.
Siempre estaba atento a que su asignatura no fuese eliminada de los planes de estudios, pues los dogmáticos marxistas que dominaban en la Facultad la consideraban una mera superestructura, y por ello carente de significación. En esa defensa de la belleza y del arte lo acompañaba el también doctor Simón Noriega, recientemente fallecido. La chatura ideológica no pudo lograr su torvo cometido.
Cierta vez le llevé un recorte de prensa sobre la crítico de arte argentino colombiana Marta Traba y que trataba sobre el museo Guggenheim de Nueva York. Lo leímos antes de iniciar su clase. Desde allí comenzó nuestra amistad sincera. Me recomendó leyese a Herbert Read y su libro anarquista Al diablo con la cultura, que inmediatamente después solicité en la biblioteca Gonzalo Picón Febres. Lo leímos en voz alta en mi cuarto de la avenida 5 Juan María Morales, Miguel Herrera Cuarezma y Gelindo Callígaro Casasola. Aquello fue un deslumbrante descubrimiento.
En cierta ocasión y mientras dictaba su clase se produjo un movimiento sísmico que aterrorizó a los estudiantes y los hizo salir en tropel del salón atropellando la mesa, el proyector y diapositivas que rodaron por el suelo. No pude menos que sorprenderme de la cara de sorpresa del Doctor Astorga ante aquel suceso imprevisto. A la clase siguiente nos da una lección de arquitectura al decir que la estructura del salón de clases era antisísmica haciendo una serie de observaciones sobre los materiales constructivos y la forma en que fueron unidos.
En una mañana lluviosa de Mérida se refirió al sorprendente cuadro de Manet Desayuno sobre la hierba, el cual produjo un escándalo el París en 1863, a tal punto que se le destina al llamado Salón de los Rechazados. Me sorprendió la tez blanca de aquellas mujeres desnudas que se hacían acompañar de dos caballeros correctamente vestidos. El fusilamiento de Maximiliano fue otra obra de Manet que comentó largamente, pues se le considera un precursor del impresionismo. Hizo mucho énfasis en la pintura francesa del siglo XIX, los deslumbrantes genios posimpresionistas: Van Gogh, Gaugin y Cézanne. De este último afirma que es el padre de la pintura cubista de Braque y Picasso. Los autorretratos del holandés fueron estudiados con detalle, sobre todo aquel en la que aparece Van Gogh con una oreja vendada, pues se la había cortado en un ataque esquizofrénico.
En aquellos años hizo nuestro docente un sueño de su vida, fundar un Museo de Arte Moderno y que ahora lleva merecidamente su nombre. Un día nos dijo que ese museo tenía un gran enemigo en el reloj que con unas campanas anunciaba la salida de unos enanos danzantes y que determinaban que sus visitantes evacuaran en tropel sus salones para observar aquel espectáculo de mal gusto. Nos reímos a carcajadas.
Cierta vez llegó con la tez más blanca de lo acostumbrado. Parece que le diagnosticaron una enfermedad de cuidado. Hizo referencia a la muerte como el fenómeno más decididamente democrático. Al otro día regresó como siempre, risueño y apacible. Repitió de nuevo su clase sobre Cézanne y su propósito de reducirlo todo a figuras geométricas. Después de medio siglo recuerdo con enorme cariño a este hombre que nos sembró una sensibilidad estética que aun cultivamos con pasión.