Las mujeres cocinan en más de una docena de pequeños fuegos al aire libre. Mientras, los hombres yacen tendidos en hamacas en el interior de un edificio contiguo y los niños corren alrededor del albergue para indígenas warao que escaparon de los problemas de Venezuela.
Abierto a finales del año pasado con capacidad para unas 250 personas, en este antiguo almacén de la localidad fronteriza brasileña de Pacaraima viven más de 500, y cada día llegan más. Sin más espacio para hamacas, la gente duerme sobre el piso de concreto.
Los trabajadores sanitarios se esfuerzan por detectar a los niños con sarampión uno de los del centro murió este mes y abordar la severa desnutrición infantil, entre otros problemas.
«Todos los venezolanos que llegan aquí están en una situación precaria», señaló Luis Fernando Peres, voluntario de la Federación Humanitaria Internacional La Fraternidade, un grupo que trabaja en el albergue. «Los warao llegan en un estado aún peor».
Para las autoridades brasileñas, que se afanan por acomodar a las decenas de miles de venezolanos que cruzan la frontera norte del país escapando de la crisis económica y política en su tierra natal, los indígenas warao son su mayor reto.
Tradicionalmente pobres y marginados en Venezuela, los warao llegan con incluso más problemas de salud que el resto de sus compatriotas. Esto, sumado a las diferencias culturales y lingüísticas, supone que las autoridades no tengan otra alternativa que habilitar albergues únicamente para ellos y esperar que puedan regresar a sus tierras ya que la integración en la sociedad brasileña no parece una opción realista.
Muchos warao no tienen apenas educación y, en el mejor de los casos, un escaso conocimiento del español, que al menos guarda alguna relación con el portugués que se habla en Brasil. Solo se alojan con otros warao por su desconfianza hacia los «criollos», el término que emplean para referirse a los venezolanos no indígenas.
«Nunca podríamos estar con criollos porque no sabes lo que podría pasar», dijo Teolinda Moralera, una warao de 40 años, mientras cocinaba un pollo al fuego. Llegó al albergue dos semanas atrás con su esposo y sus hijos de 15, 18, 20 y 23 años.
Las autoridades en Pacaraima, una polvorienta localidad fronteriza en el medio de la Amazonia, dijeron que los warao comenzaron a llegar a la región en 2016, un año antes del inicio del éxodo masivo de venezolanos no indígenas.
El «pueblo del barco», el significado de su nombre en idioma warao, lleva siglos viviendo en el Delta del Orinoco, en el noreste de Venezuela, a más de 800 kilómetros (500 millas) de Pacaraima.
En las últimas décadas, la pesca en su territorio de origen disminuyó a consecuencia del desvío y el aumento del calado de los ríos más importantes para su uso en el transporte, lo que llevó a muchos a emigrar a las ciudades para vender artesanías y mendigar. Cuando comenzó la crisis, su situación ya precaria no hizo más que agravarse.
Muchos de los entrevistados dijeron que el gobierno socialista de Venezuela encabezado por el presidente Nicolás Maduro los abandonó hasta el punto de que en las zonas en las que vivían no había servicios ni comida.
«Los warao siempre fueron pobres. Con Maduro, nos empobrecimos aún más», dijo Sumilde González, de 40 años y que llegó al centro con su esposo y dos hijos pequeños.
Los primeros en llegar a Pacaraima vivían en las calles y pedían limosna, y se negaban a acudir a albergues con personas no indígenas. Tenían pocas perspectivas de trabajo.
Quienes se lo pudieron permitir viajaron al sur hacia Manaos, la mayor ciudad de la Amanzonia, o al este a la ciudad de Belem. Allí, como en Pacaraima, muchos viven en la calle, mendigando y vendiendo artesanías.
Marcio Coelho, coordinador del refugio de Pacaraima, dijo que abrir un centro solo para los warao era la única forma de sacarlos de las calles.
«La ciudad no tenía forma de acomodarlos», añadió.
Una de las posibilidades que se estudian es designar un terreno para la comunidad. El gobierno federal acaba de anunciar sus planes para construir una «base de apoyo». El director de la Fundación Nacional del Indio, un organismo gubernamental, comenzó a reunirse con líderes warao y con varios grupos indígenas en el estado brasileño de Roraima.
Pero no está claro si alguno de estos pueblos indígenas locales estaría dispuesto a ceder parte de sus tierras. La fundación explicó en un comunicado que la base sería temporal y que estaría supervisada por el ejército. No se ofrecieron más detalles, y los correos electrónicos y llamados pidiendo más detalles no obtuvieron respuesta.
Aunque los refugios son una mejora, solo funcionarán mientras el gobierno y los voluntarios sigan proporcionándoles todo lo que necesitan.
La frustración de los residentes locales con los warao, y con la llegada masiva de venezolanos en general, es palpable.
Pacaraima, que solo tiene 11.000 habitantes y está rodeada por tierras indígenas, existe básicamente para atender a los viajeros que cruzan la frontera en ambos sentidos.
A la vuelta de la esquina del refugio, Evaldo de Souza Rocha regenta un mercado de pescado. Los warao siempre están pidiendo agua y rebuscan entre la basura por la noche, hasta el punto de que puso candados en los cubos, explicó. La madera que tenía en el exterior de su casa, con la que planeaba realizar una obra, desapareció una mañana.
«Es un detalle pequeño, pero importa», dijo añadiendo que sospecha que la madera se quemó en los fuegos del albergue.
Lizardi Reinosa, un warao de 23 años que llegó con un hermano pequeño hace unos meses, dijo que sus intentos de encontrar un trabajo siempre se toparon con un «no» rotundo.
Muchos jóvenes de la localidad se ganan unos dólares al día descargando camiones.
«Me dicen que solo le darán trabajo a los brasileños, no a los warao», dijo Reinosa, que hace poco recorrió el pueblo con docenas de jóvenes más buscando un lugar en el que poder jugar un partido de fútbol.
«íPónganse a trabajar, warao!», les gritó un conductor al pasar junto a ellos.
Pese a las dificultades y a su incierto futuro, muchos warao dicen estar felices de estar en Brasil. Para algunos el albergue es un «paraíso» comparado con lo que dejaron atrás.
«Venezuela es miseria», dijo Beodilio Zapata, un joven de 23 años que cruzó la frontera recientemente con su esposa y sus hijos de 1 y 2 años, ambos con una severa malnutrición.