Centenas de indígenas venezolanos huyeron del hambre y el abandono hacia Brasil en los últimos años. En refugios improvisados la situación ha mejorado para algunos pero el aumento de la migración y la falta de planes genera incertidumbre.
En Pacaraima, ciudad limítrofe brasileña, la Casa de Paso, con capacidad para unas 250 personas, sirve de refugio para unos 520 indígenas, en su mayoría del pueblo warao, oriundo del delta del Orinoco, en el norte de Venezuela.
Nadie tiene números exactos, pero sumando a los que viven aquí y en el refugio Pintolandia en Boa Vista, capital del estado Roraima, un 3% de la segunda mayor etnia de Venezuela abandonó el país en tres años.
No son los únicos. Aunque en menor cantidad, algunas decenas del pueblo e’ñapa, del centro del país, también comenzaron a llegar a Brasil.
«Mis hijos lloraban de hambre, apenas podía darles comida una vez al día, uno se desespera, por eso vinimos, y aquí no tenemos mucho, pero por lo menos sé que ellos van a comer tres veces al día», dice Euligio Báez, warao de 33 años, que vive en Pintolandia con su mujer y cinco niños.
El refugio, donde funcionaba antes una escuela, está limpio y organizado. La estructura techada sirve de tendedero para decenas de hamacas y para la recién construida cocina comunitaria.
En los patios, amplias tiendas con instalaciones eléctricas sirven también de casa para las familias clasificadas por etnia. Los baños, externos, están recién construidos.
Un pequeño puesto médico funciona ofreciendo incluso atención odontológica. Tuberculosis y VIH son dos preocupaciones, por ahora controladas, en una población con tasas altas de prevalencia.
Tanto Pintolandia, donde viven casi 600 personas, como la Casa de Pasaje se benefician del voluntariado de la no gubernamental Fraternidade – Federação Humanitária Internacional y de donaciones nacionales e internacionales.
Sandra Palomino, de la coordinación de Pintolandia, explica que aunque ha sido exitoso el trabajo en los refugios para estabilizar a centenares de indígenas que vivían en condiciones precarias, «el gran desafío es qué hacemos a partir de aquí».
La mayoría reúne dinero para enviar a sus familias gracias al reciclaje y la venta de artesanías.
Sin planes de inserción laboral o formación, están ausentes del proyecto de traslado a otras ciudades que promueve el Ejecutivo brasileño para lidiar con el avance de la migración venezolana. Los refugios, paliativos temporales, se vuelven así insuficientes ante la continua llegada de nuevas familias.