La enormidad del problema de Venezuela no se resuelve con sustituir un mandatario. Ni siquiera con reemplazar al populismo seudo-comunista con mayores libertades económicas.
Venezuela fue asolada por una devastadora calamidad encarnada en un descabellado experimento neocomunista y un desenfrenado culto a la personalidad jamás visto en América desde la muerte de Rafael Leónidas Trujillo.
Desaparecido por siempre el vórtice del proyecto, no dejó en su secuela más que un conglomerado de nulidades impresentables cuya rapaz codicia e ignorante tozudez dogmática no ha hecho otra cosa que profundizar la devastación desatada por el finado.
Peor que dictadura, lo que hoy existe es una desorbitada anarquía y un caótico desgobierno teñido con exabruptos espasmódicos de represión criminal. No hay siquiera la opresión coherente y disciplinada de otras dictaduras, porque hasta en crímenes, atropellos y abusos de poder han sido chambones, cerriles y chapuceros.
Ante la vorágine actual la absoluta prioridad es restituir ese mínimo de gobernabilidad que comienza por neutralizar por siempre a esos colectivos, mafias, “pranes”, y demás pandillas que – con y sin uniforme –apuntalan con sus armas a los ideólogos del desastre socialista que hunde a toda la nación en degradación y miseria.
Semejante tarea está fuera del alcance de los desarmados y pacíficos sectores cívicos cuyo logro fundamental ha sido probar hasta la saciedad la persistente vocación democrática de la sociedad venezolana y su repudio abrumador hacia los opresores.
Hoy resulta imprescindible contraponer una fuerza decisiva a quienes aterrorizan con armas a toda la sociedad venezolana. Quizás por ello han aparecido algunos candorosos llamados a una ilusoria intervención militar externa. Pero la solución está adentro del país, como ya lo han indicado los representantes de varias democracias amigas.
Demostrada la intransigencia de un régimen forajido, el mundo civilizado les está dando luz verde a los sectores más inteligentes y sensatos de la milicia nacional para que jueguen a su propio futuro y a la reivindicación institucional dejando solos y aislados a los grandes culpables del desastre.
La reconstrucción nacional pasa por un proceso de perdón y olvido para quienes por conveniencia y aún faltas menores hayan formado parte del vandálico “proceso”. Algunos incluso podrían con acciones redimir sanciones con actos positivos en la recta final. La regeneración de una fuerza armada auténticamente nacional es el primer paso hacia el cambio. Se les ha dado la alternativa y tienen la palabra.