Leopoldo López a The New York Times: «Si me censuro, la dictadura me derrota»

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Este jueves el periódico norteamericano The New York Times publicó una entrevista exclusiva con el líder opositor y preso político, Lepoldo López. El fundador del partido Voluntad Popular quien cumple arresto domiciliario explicó su experiencia y su sus aprendizajes al legendario diario americano.

A veces recuerdo una página de uno de los libros que están apilados en la casa de Leopoldo López. Es un texto que López relee a menudo; uno al que ha regresado muchas veces en los últimos años, garabateando nuevas ideas al margen, subrayando palabras y frases en tres colores de tinta y lápiz. Analizar ese fragmento es como contar los anillos del árbol de su vida política.

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El libro no está ubicado para despertar este tipo de atención. De hecho, a casi nadie se le permite ingresar a la casa de López, quien siempre está vigilado por los servicios de seguridad venezolanos; pero también, a pesar de todas sus fallas y defectos, no es el tipo de persona que organiza su biblioteca para mostrarla. Prácticamente todos los libros de la casa están amontonados en el suelo de madera oscura: hilera tras hilera de tomos que se elevan en columnas y pueden sobrepasar los dos metros de altura, son torres irregulares que llegan a tambalearse precariamente. Cuando ves que los hijos de López pasan corriendo, sientes un estremecimiento.

El libro que recuerdo de manera particular es una colección de ensayos y discursos políticos. Fue compilado por el político mexicano Liébano Sáenz, con textos sobre el príncipe maya Nakuk Pech y la activista francesa Olympe de Gouges. El capítulo más significativo para López comienza en la página 211 con la “Carta a los clérigos de Alabama”. Es una versión mixta del texto que se conoce como la “Carta desde la cárcel de Birmingham” que fue escrita por Martin Luther King Jr. en 1963. King estaba en Birmingham para liderar las protestas no violentas que ahora son elogiadas por todo el mundo, pero es necesario recordar que en 1963 estaba atrapado en un infierno. No solo se trataba de los matones del FBI que pusieron micrófonos en su casa y su oficina o el ascenso del movimiento nacionalista negro que criticaba su piedad pacífica sino que, además, un grupo de sus propios aliados estaban dispuestos a hablar sobre los derechos civiles siempre y cuando eso no causara ningún escándalo. Un puñado de clérigos de Birmingham había emitido una declaración que desprestigiaba a King como un agitador externo cuyas marchas y desobediencia civil eran “técnicamente pacíficas”, pero aún así infringían la ley y era probable que “incitaran al odio y la violencia”.

En la página del libro que López atesora, King contrataca. Escribiendo desde una celda estrecha, sin colchón ni luz eléctrica, garabateó su respuesta en trozos de papel para que su compañero de celda pudiera sacarlos de forma clandestina. Cerca de la parte superior de la página, López ha subrayado un pasaje en el que King condena la complacencia de “los blancos moderados” y la sugerencia de que los manifestantes pacíficos son los responsables de la respuesta violenta de los demás. “Nosotros, que participamos en la acción directa no violenta, no somos los creadores de la tensión”, escribe en un pasaje que López marcó con verde: “Sino que nos limitamos a hacer aflorar una tensión oculta, que ya estaba ahí presente. La sacamos a la luz, donde se la puede ver y se puede lidiar con ella”. King compara a la desobediencia civil con un forúnculo que debe extirparse y luego escribe un pasaje que López ha marcado al menos media decena de veces con algunas palabras subrayadas en rojo, otras resaltadas en rosa, un puñado de frases enmarcadas en verde y tres flechas grandes dibujadas en el margen del fragmento: “La injusticia debe ser expuesta, con toda la tensión que su exposición provoca”.

De cierto modo, no tiene nada de especial que un político estudie a King y, entre las personas que López intenta emular, yo no pondría a King al inicio de la lista. Él está más directamente influenciado por el expresidente venezolano Rómulo Betancourt o por su propio abuelo, Eduardo Mendoza, quien fue consejero de Betancourt. Pero cuando consideras el camino que López ha seguido durante estos últimos años en prisión, las decisiones que ha tomado, sus compromisos y equivocaciones, el precio que ha pagado por decir lo que piensa y el precio actual de su silencio, si quieres entender el impacto de sus cuatro años en cautiverio y nueve meses en confinamiento solitario, el mensaje de King en Birmingham es un buen documento para comenzar.

López fue arrestado en febrero de 2014 después de liderar una protesta pública que se volvió violenta. Los fiscales reconocieron ante el tribunal que López era técnicamente pacífico, pero lo acusaron de incitar a otros al odio y a la violencia. Antes de su arresto, se encontraba entre los líderes de oposición más prominentes y populares en Venezuela. Las encuestas sugerían que podía derrotar al presidente Nicolás Maduro, el impopular sucesor de Hugo Chávez, en una elección libre. En el juicio, fue sentenciado a trece años y nueve meses de prisión.

Desde entonces, se ha convertido en el prisionero político más destacado de América Latina, sino del mundo. Su caso ha sido defendido por casi todas las organizaciones mundiales de derechos humanos y está representado por el abogado Jared Genser, conocido como el Extractor por su trabajo con presos políticos como Liu Xiaobo, Mohamed Nasheed y Aung San Suu Kyi. La lista de líderes mundiales que le han pedido al gobierno venezolano que libere a López incluye a Angela Merkel de Alemania, Emmanuel Macron de Francia, Theresa May del Reino Unido y Justin Trudeau de Canadá; es una de las raras coincidencias políticas entre Barack Obama y Donald Trump.

En Venezuela, López se ha convertido en una especie de símbolo. Su nombre y su rostro están estampados en vallas publicitarias, camisetas y pancartas, pero existe un amplio desacuerdo sobre lo que él representa. El gobierno venezolano rutinariamente lo menosprecia como un reaccionario de derecha de la clase dominante que quiere revertir el progreso social del chavismo y restaurar la aristocracia terrateniente; la derecha venezolana, por su parte, considera a López como un neomarxista, cuya propuesta de distribuir la riqueza petrolera del país entre la gente solo profundizaría la agenda chavista.

Durante sus tres años y medio en prisión, López se negó a permitir que nadie hablara por él. Aunque se le prohibió conceder entrevistas o emitir declaraciones públicas, y con frecuencia se le negó el acceso a libros, papel, bolígrafos y lápices, logró escribir mensajes en trozos de papel para que su familia los sacara de manera clandestina, y grabó un puñado de audios y mensajes de video que denunciaban al gobierno de Maduro. De vez en cuando, incluso se le podía oír gritando consignas políticas a través de los barrotes de la prisión militar donde lo mantenían en aislamiento.

López fue puesto en libertad bajo arresto domiciliario en julio pasado con la condición de que guardara silencio. Rápidamente se subió a la valla de su casa para hablar con una multitud de personas y luego grabó un video pidiéndole a sus seguidores que siguieran en la resistencia contra el gobierno. Tres semanas después lo volvieron a encarcelar pero, después de cuatro días, fue devuelto a su casa donde permanece bajo arresto domiciliario. Desde entonces, para gran desconcierto de sus seguidores, ha desaparecido de la vista del público. Mientras el país desciende a una crisis sin precedentes, con la tasa de inflación más alta del mundo, escasez extrema de alimentos y medicinas, apagones eléctricos constantes, miles de niños muriendo de malnutrición, el auge desenfrenado de la criminalidad en todos los estados, mientras suceden saqueos y disturbios en las calles, López no dice nada.

Hoy sus críticos no solo incluyen a la izquierda y a la derecha, sino a gran parte de los venezolanos que alguna vez lo vieron como un futuro presidente. No entienden lo que López está haciendo dentro de esa casa, escondida en esa calle arbolada de los suburbios acomodados de Caracas, pero sospechan que se ha sentido cómodo allí, junto a su esposa y sus hijos; que la riqueza de su familia lo aísla de la crisis económica; que la policía secreta que rodea su hogar lo protege del crimen, y no pueden evitar preguntarse si Leopoldo López finalmente se dio por vencido. Ellos saben, como él, que si emite una declaración pública, divulga otro mensaje de video o si vuelve a trepar el muro de su casa para dirigirse a sus seguidores, la policía secreta se apresurará a encarcelarlo de nuevo. En el pasado, López nunca permitió que ese peligro lo detuviera. Al menos tendría una oportunidad de expresarse y muchos se preguntan por qué no lo ha hecho.

Cada vez que López se conecta hay un parpadeo en la pantalla, luego se ve un borrón de color pixelado cuando su cara aparece. En días diferentes, en momentos diferentes, puede verse muy distinto. Hay mañanas en las que aparece con un suéter viejo, el pelo revuelto y una sonrisa cansada; en otras ocasiones se presenta con una camisa oxford, el pelo bien peinado y gafas de montura negra que no ocultan los signos de una noche de insomnio.

Pienso en un sábado de octubre. Fue unos minutos después del mediodía. Salí a caminar con mis hijos cuando un mensaje de López me llegó al teléfono. “La situación es muy delicada”, escribió. “Es posible que esté a punto de volver a la cárcel”. Rápidamente regresé a casa, abrí mi computadora portátil y, luego de un minuto, apareció en la pantalla. López tiene 46 años, mide 1,78 metros y está en forma. Estaba sentado en el escritorio de su sala de estar con el cabello bien recortado y el tono de su expresión era una mezcla de miedo, fatiga y furia.

Cuando le pregunté qué estaba pasando, López respiró profundamente. Apoyó un codo sobre el escritorio y se tomó la cabeza con la mano. “Anoche alrededor de las 19:30, vinieron a mi casa más de treinta oficiales de la policía política”, dijo. “Tenían más de diez autos. Cerraron toda la calle. Y luego vinieron a mi casa”. Durante más de una década, este dirigente ha contratado los servicios de una empresa privada de seguridad puesto que sus oponentes políticos han atacado sus eventos usando máscaras y pistolas, le han disparado a su vehículo y asesinaron a uno de sus guardaespaldas. Al estar bajo arresto domiciliario, se le permite mantener un pequeño grupo de guardias afuera de su residencia.

López explicó que durante la operación detuvieron a su jefe de seguridad y, desde entonces, nadie ha tenido noticias de él. “No había absolutamente ninguna razón legal para que se lo llevaran y no han permitido que ningún abogado vaya a verlo”, dijo López, luego miró hacia su escritorio y negó con la cabeza. “Así que esa es la situación”, dijo en voz baja. “Y quería decirte que estoy dispuesto a seguir adelante con esto que estamos haciendo”.

En ese punto, teníamos una idea muy distinta de lo que podríamos estar haciendo. Teníamos pocas semanas de estar en contacto. Primero, contacté a López a través de un intermediario en agosto, no mucho después de su regreso al arresto domiciliario, y en septiembre ya hablábamos un par de veces a la semana, por lo general durante un par de horas en cada ocasión. Esto fue una clara violación de los términos de su liberación. Una orden del Tribunal Supremo de Justicia le prohíbe específicamente hablar con los medios y, como mínimo, lo más seguro era asumir que su casa tenía micrófonos, probablemente también había cámaras ocultas y su computadora seguramente fue hackeada para poder monitorear las actividades que realiza en internet.

El mundo está lleno de métodos bizantinos para poder comunicarse a través de canales encriptados, pero la mayoría de ellos no están disponibles para una persona que está encarcelada en su casa y vigilada por la seguridad estatal de un régimen autoritario. Hicimos lo poco que pudimos para ser discretos, sabiendo que no era suficiente. En vez de conectarnos por Skype o FaceTime, utilizamos un servicio de video en el que nos parecía menos probable que fuera una plataforma que ya estaba intervenida por la policía.

Cada vez que hablábamos, López usaba un par de audífonos por lo que cualquier interferencia convencional de audio solo tomaría su lado de la conversación y, en general, adoptamos el tono de viejos amigos que se ponen al día. Aunque esto no es tan exagerado como suena. López es tres años mayor que yo y se graduó en Kenyon College, donde ambos estudiamos pero nunca nos conocimos. De vez en cuando, alguno mencionaba la escuela o alguien que los dos conocíamos y nuestros hijos deambulaban por la pantalla para saludar. Todo esto luce irremediablemente primitivo frente a la vigilancia estatal, pero parece que funcionaba. De vez en cuando, una gran camioneta blanca aparecía frente a su casa y la conexión se apagaba pero, en una o dos horas, el vehículo se marchaba y volvíamos a estar en línea.

Ninguno de los dos podía explicar por qué, si los agentes del gobierno nos estaban escuchando, no habían interrumpido la conexión o simplemente entraban en la casa para arrestarlo. Había muchas razones para creer que lo harían. En nuestra conversación durante ese día de octubre, López mencionó que los agentes que allanaron su casa solo le dieron una razón: creían que estaba hablando con un periodista y grabando un mensaje de video. Esto produjo un momento curioso porque el sistema de grabación, hacia el final de mi entrevista, captó su negación. “No es verdad”, le dijo a cualquiera que estuviera escuchando. “¡No he tenido contacto con ningún periodista!”.

No pretendo aclarar la situación, pero la verdad es que logramos mantenernos en contacto. Venezuela había vivido varios meses que parecían augurar cambios. En julio, la oposición convocó un referendo no vinculante sobre el plan del gobierno para reescribir la Constitución. Con más de siete millones de votos emitidos, el 98 por ciento de los votantes se opuso al gobierno. Poco después, los emisarios del gobierno se acercaron a los líderes de la oposición para comenzar una negociación formal, enfocada principalmente en la liberación de los presos políticos. Incluso mientras hablábamos ese día de octubre, el país se estaba preparando para las elecciones regionales en las que se esperaba que los candidatos opositores ganaran por una avalancha.

Había señales contradictorias, por supuesto, pero la trayectoria parecía enfilarse hacia la transición. Fue un momento en el que los titulares de todas partes predijeron un “punto de inflexión” para Venezuela y creo que, hasta cierto punto, López contaba con eso. Era arriesgado hablar en público, pero no era descabellado imaginar que, para cuando apareciera este artículo, el panorama político podría transformarse: la oposición, que ya tenía una gran mayoría en el Congreso, podría ganar una proporción similar de gobernaciones; esa victoria regional impulsaría la campaña municipal en diciembre por lo que entrarían con ímpetu a la campaña presidencial de este año contra un presidente profundamente impopular, con una votación del 25 por ciento, y la negociación de la situación de los presos políticos incluso podría permitir que López desafiara a Maduro. Las encuestas llegaron a sugerir que podría ganar la presidencia por un margen del 30 por ciento.

Esta era la conversación que creo que esperábamos tener el verano pasado: un vistazo al próximo capítulo de Venezuela y el papel que este dirigente podría desempeñar. En cambio, con cada día que pasaba, las posibilidades se volvían más remotas. Cuando la votación comenzó en la mañana posterior a esa llamada de octubre, nada salió como se esperaba. Los centros de votación de más de 700.000 ciudadanos se habían movido misteriosamente, en algunos casos hasta el punto de que les tomaría horas de viaje en autobuses abarrotados para poder ejercer su derecho. Sin embargo, en la noche, los funcionarios electorales informaron que hubo una participación abrumadora y los candidatos del partido gobernante arrasaron con todas las gobernaciones, a excepción de cinco que quedaron en manos de la oposición.

En medio de las denuncias de fraude, varios partidos de la oposición se retiraron de las elecciones municipales y el gobierno respondió invalidando a esos partidos. La negociación programada con los líderes de la oposición comenzó en noviembre. En enero, las conversaciones colapsaron. En febrero, los funcionarios disolvieron toda la coalición de partidos de la oposición. Los líderes políticos empezaron a ser detenidos por la policía secreta. El vicepresidente del Congreso se ocultó en la Embajada de Chile y alrededor de una docena de alcaldes huyeron del país.

El Estado, la economía y el tejido social se estaban desintegrando a la vez. En todas partes, la gente huía de Venezuela como podía. Se subieron a barcos destartalados y murieron en el mar. Caminaron por la carretera hacia Brasil, colapsando por la humedad y el calor del sol. Llegaron a Colombia, decenas de miles cada día, generando una crisis de refugiados comparable en número al éxodo de los rohinyá a Bangladés. Parecía que cada vez que hablaba con López, algún amigo suyo se había refugiado en una embajada, lo habían encarcelado o simplemente había huido.

Recientemente le pregunté cómo estaba manejando la presión. La policía secreta acababa de volver a su casa con otra orden para arrestarlo, y él se estaba despidiendo de su esposa, Lilian, que estaba embarazada de ocho meses, cuando uno de los agentes recibió una llamada telefónica para suspender el arresto. No quedaba claro si iban a regresar para llevárselo.

“¿Cómo te sientes?”, le pregunté.

“Es difícil”, dijo. “Es difícil después de lo que pasó. Todos los días creo que es el último día que tengo para estar con mis hijos”.

Le pregunté si alguna vez pensó en escapar. “La mayoría de la gente me dice que debería”, dijo. “Pero creo que el compromiso con la causa significa que tengo que correr el riesgo”. Mientras hablaba me di cuenta de que lo que habíamos estado hablando durante todos esos meses, lo que había estado tratando de comunicar a través de este portal desde su silencio, nunca fue sobre el futuro de Venezuela o el papel que esperaba tener y no se trataba de su ambición política o el próximo capítulo de la historia del país. Fue algo fundamental que surgió en algunos comentarios improvisados. Fue algo que aprendió sobre la historia mientras estuvo en la cárcel.

La fila de personas que esperan salir de Venezuela comienza a formarse una hora antes del amanecer. Los migrantes recorren las calles sin luz de la ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira para reunirse en el puente Simón Bolívar, donde esperan bajo una gran pancarta roja que dice: “No se habla mal de Chávez”. Cuando la aduana abre a las 6:00 empujan hacia adelante, moviéndose hombro con hombro por la carretera de dos carriles hacia Colombia. Durante el día no disminuye el flujo de gente que parece infinito. Algunos han viajado más de una semana para poder llegar aquí. Basta echar un vistazo para ver que son personas de todo tipo, de cualquier edad, profesión y estrato social: familias jóvenes, parejas mayores, grupos de niños itinerantes y jóvenes encinta solitarias. Si te paras por un momento en el camino a través del puente, casi puedes sentir el viento del éxodo venezolano a tu espalda.

Los historiadores han planteado todo tipo de argumentos sobre el arco de la historia venezolana y cómo las cosas terminaron tan mal. En cualquier caso, un par de puntos me parecen indispensables: Venezuela es el lugar de nacimiento de la independencia de América Latina y posee las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo. Cómo interpretas el papel de esos factores en cualquier evento histórico es una cuestión de política personal y un debate detallado, pero no puedes tener una discusión seria sobre Venezuela sin tomar en cuenta ambas cosas. Durante la mayor parte del siglo pasado, el país se ha movido entre movimientos políticos que cortejan, reflejan y, en ocasiones, renuncian al legado del antiimperialismo y el desbordante exceso de riquezas.

Al igual que la mayoría de sus vecinos, Venezuela sufrió una sucesión de caudillos a principios del siglo XX y respondió con un movimiento de izquierda radical en las décadas de los cincuenta y sesenta. A diferencia de sus contrapartes en los países vecinos, la izquierda venezolana no llegó muy lejos. Algunos de ellos tomaron las armas en las montañas y protagonizaron algunas escaramuzas, pero a finales de la década de los sesenta, la mayoría había vuelto a tener un lugar marginal en la política convencional. Uno de los pocos que se quedó en la lucha fue un guerrillero llamado Douglas Bravo, que calificó su ideología política nacionalista de “bolivarianismo”. Bravo finalmente se estableció en Caracas en la década de los ochenta, donde mantuvo contacto con ciudadanos y soldados descontentos del ejército venezolano. Dos de los acólitos que cortejó fueron los hermanos Adán y Hugo Chávez, quienes acogieron con agrado la idea de liderar un golpe bolivariano.

Tomó aproximadamente una década de reclutamiento y planificación, un tiempo durante el cual la élite política venezolana parecía estar haciendo todo lo posible para ayudarlos. Durante décadas, los dos principales partidos se turnaron la presidencia siguiendo un acuerdo de poder compartido que le prestaba poca atención a las clases populares del país. Los problemas económicos de Venezuela se habían vuelto tan graves que, en 1989, un aumento en las tarifas de los autobuses ayudó a desencadenar grandes disturbios que se conocieron como “El Caracazo”. Para cuando los hermanos Chávez estuvieron listos para intentar su golpe en 1992, a muchos venezolanos le gustaba la idea de que el poder establecido fuera derrocado. Aunque el golpe fracasó y Chávez pasó dos años en prisión, emergió como una celebridad menor y en 1998 se postuló para la presidencia.

Ahora resulta fácil —mientras el país sufre una de las peores crisis de su historia contemporánea— descartar todo el proyecto del chavismo. Pero la elección de 1998 coincidió con una oleada de movimientos sociales y políticos por los cuales Chávez, con su energía e indignación, prometió tomar medidas enérgicas contra la corrupción y aumentar el salario mínimo, por lo que se convirtió en un aliado natural de esas fuerzas ciudadanas. A pesar del camino que tomó en sus últimos mandatos, Chávez cumplió muchas de sus promesas. Durante su gestión, el desempleo se redujo a la mitad, el producto interno bruto creció más del doble, la mortalidad infantil se redujo en casi un tercio y la tasa de pobreza se redujo casi a la mitad. Esos logros se le pueden atribuir a otros factores como un aumento de diez veces en el precio del petróleo, lo que colmó de recursos a su administración, y también se puede argumentar que Chávez fracasó miserablemente al momento de anticipar la caída en los precios del crudo, pero no se le puede acusar de hacerle promesas a los pobres y luego gobernar para los ricos o quedarse con todo el dinero.

Durante su gobierno, la desigualdad de ingresos cayó a uno de los niveles más bajos en el hemisferio occidental. Chávez no tuvo que robar elecciones. Fue muy popular entre los pobres y presentó sus propuestas casi todos los años. Introdujo la votación por pantalla táctil, con reconocimiento de huella digital y un recibo impreso, un sistema electoral que Jimmy Carter describió como “el mejor del mundo” entre todos los países que había monitoreado.

Chávez también poseía un impulso autocrático que fue discordante desde el principio. En el transcurso de los catorce años que duró en el cargo, desmanteló las instituciones democráticas del país, una por una. Hay un debate interesante entre los teóricos políticos sobre cómo llamar a un líder que destruye una democracia con apoyo democrático. Es posible pensar en Chávez como un totalitario o un tirano por reprimir a sus oponentes, pero el término “dictador” no encaja para describir a un presidente que fue tan popular. Chávez no ocultó su desprecio por el sistema político existente en el país; ni siquiera pudo terminar su primera toma de posesión sin improvisar, en medio de la ceremonia de juramento, la promesa de reescribir la Constitución, lo que hizo rápidamente, consolidando su poder sobre el Congreso y los tribunales.

Cualquier límite que Chávez hubiera estado dispuesto a aceptar desapareció en abril de 2002, cuando una junta de oficiales militares y líderes de derecha intentaron derrocarlo con un golpe. Durante aproximadamente 36 horas, instalaron como presidente a un hombre llamado Pedro Carmona, que era el director de la principal asociación de cámaras comerciales de Venezuela. El gobierno de Carmona procedió a socavar las instituciones a una velocidad que haría sonrojar a Chávez. En el único día de su presidencia, disolvió al Congreso, el Tribunal Supremo de Justicia, la Constitución y comenzó a expulsar del ejército venezolano a cualquier oficial leal a Chávez. Esto fue demasiado incluso para los críticos del chavismo. Las calles de Caracas explotaron con protestas y la multitud se acercó al palacio presidencial. Pronto, Chávez volvió a la presidencia, consolidando su poder más rápido que nunca. Persiguió a sus rivales y llenó los tribunales con sus aliados e impuso tantas restricciones a la industria que el sector privado esencialmente desapareció.

Podría pensarse que la década entre el golpe y su muerte en 2013 fue un proceso gradual de desangramiento de recursos públicos para el consumo público. A un nivel básico, Chávez simplemente no era muy bueno en la gestión económica. Su presupuesto gastó los ingresos de los altos precios del petróleo y su control sobre la compañía petrolera estatal resultó desastroso. Chávez creía que debido a que las reservas de petróleo son un recurso limitado, tenía sentido limitar la producción y aumentar el precio de cada barril. Esta forma de pensar es ampliamente discutida y, en muchos casos, muy criticada. Los productores constantemente desarrollan nuevas formas de explorar y explotar el crudo; entre la revolución del petróleo de esquisto estadounidense y la creciente competencia de la energía alternativa, la mayoría de las petroleras actuales quieren bombear la mayor cantidad de crudo tan rápido como puedan.

Cuando Chávez tomó el poder en Venezuela, la petrolera estatal producía alrededor de 3,4 millones de barriles por día y durante su gestión planeó casi duplicar el volumen. En cambio, a través de una combinación de las teorías equivocadas de Chávez y una falla general al momento de invertir en la compañía e instalar a sus secuaces personales para manejarla, la producción de petróleo venezolano se ha reducido a casi la mitad. Los precios del petróleo también han disminuido considerablemente en los últimos años, pero el país tiene poco que vender. Según los datos más recientes, el petróleo representa alrededor del 95 por ciento de los ingresos de exportación venezolanos. Gran parte de ese crudo se está enviando a Rusia y China a cambio de ayuda con la deuda externa nacional, lo que le ha otorgado a ambos países reclamos expansivos sobre la producción venezolana. Cuanto más desesperado se vuelve el régimen de Maduro, más pueden ganar esos países.

Lo que sucede entonces es un efecto dominó: cada vez hay menos petróleo, a precios más y más bajos, sin nada más que vender y una dependencia del dinero extranjero a expensas de los ingresos futuros. El problema final ha sido la moneda de Venezuela. A medida que los ingresos nacionales se desplomaron, dejando un vacío en el presupuesto anual, Chávez y Maduro recurrieron al banco central para imprimir más dinero. El número de bolívares venezolanos ha crecido exponencialmente en los últimos años. Cuando Maduro asumió el poder en 2013, la base monetaria del país era de aproximadamente 250 mil millones de bolívares. Hoy, es superior a los 60 billones. Para intentar dimensionarlo, imagina que ayer tenías 5000 dólares y hoy tienes 1,2 millones de dólares. No pretendo sugerir una comparación significativa entre su cuenta de ahorros y una economía nacional, pero no es difícil imaginar cómo un gran aumento en el dinero distorsiona la forma en que las personas lo gastan.

La mayoría de los países del mundo publican informes oficiales de inflación. El gobierno venezolano simplemente dejó de hacerlo. Uno de los expertos más importantes del mundo en hiperinflación es un profesor de la Universidad Johns Hopkins llamado Steve Hanke, que ha asesorado a gobiernos de todo el mundo sobre la inflación galopante, incluyendo a Venezuela en 1995 y 1996. Hanke ha estado monitoreando la economía venezolana durante los últimos cinco años, produciendo una estimación diaria de la inflación anual del país. Mientras escribo esto, su estimación más reciente fue de 5220 por ciento. El Fondo Monetario Internacional predijo que la inflación en Venezuela alcanzará el 13.000 por ciento este año.

Esto es lo que ves en las caras de las personas que salen de Venezuela atravesando el puente hacia Colombia. Ves personas que intentan escapar de un país donde los suministros básicos son casi imposibles de encontrar y prohibitivamente costosos, donde el precio que pagaste por un automóvil hace unos años hoy no comprará una barra de pan. Puedes ver familias enteras con equipaje y sin planes de regresar o niños que cruzan solo por el día con nada más que un montón de plátanos. Luego venden los plátanos por una miseria en pesos colombianos y regresan a sus casas para convertir el efectivo en una pequeña fortuna en moneda venezolana, al menos por unos días, hasta que su dinero vuelva a dejar de tener valor.

López nació en un rico y privilegiado vecindario del noreste de Caracas. Su padre, Leopoldo López Gil, era el jefe de un programa de becas internacionales que formaba parte del consejo editorial de un periódico de centroizquierda. Su madre, Antonieta Mendoza, es pariente lejana del primer presidente de Venezuela, Cristóbal Mendoza, y de Simón Bolívar. Cada lado de su familia tiene una larga tradición de activismo político y disidencia. López creció escuchando sobre los diecisiete años de prisión de su bisabuelo y el papel de su abuelo en la resistencia clandestina. “Siempre escuchamos esas historias”, me dijo su hermana, Diana. “Creo que eso siempre estuvo en la memoria de Leo”. López dijo que disfrutaba esas historias en parte porque las sentía extrañas, como instantáneas de un país que no podía imaginar. “Lo veía como un pasado lejano de imágenes en blanco y negro”, me dijo. “Nunca pensé que en el siglo XXI mi propia realidad podría ser parecida”.

La Venezuela en la que López creció era el país más rico de América Latina. Cada año acogía a decenas de miles de inmigrantes y había sido una democracia desde 1958. A los 13 años, López practicaba con la patineta, natación y estaba loco por las chicas por lo que, en gran medida, vivía sin tener contacto con las inequidades sistémicas del país. Pero hizo un viaje escolar a la zona rural del estado Zulia, pasando por los campos petroleros de la región, y la miseria que observó lo conmovió profundamente. “Me sorprendió el nivel de pobreza”, recuerda, “y el hecho de que en esos barrios humildes donde se vive el drama de la pobreza, teníamos un gran potencial”. Diana me dijo que su hermano comenzó a hacer viajes al oeste de Caracas “para tratar de entender la dinámica de la ciudad”. En la escuela, se entregó al liderazgo estudiantil, convirtiéndose en vicepresidente del consejo estudiantil y capitán del equipo de natación.

Después, López se inscribió brevemente en la Harvard Divinity School, pero se fue después de un semestre para inscribirse en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de Harvard. Completó una tesis de maestría sobre el marco legal y económico de la producción de petróleo en Venezuela y viajó por Nicaragua y Bolivia para estudiar el impacto de los microcréditos. En 1996, regresó a su hogar para un trabajo como asesor en la oficina de planificación estratégica de la compañía petrolera estatal.

López no se impresionó por el ascenso al poder de Chávez en 1998. “Desde el establecimiento de la república venezolana en 1830, en su mayor parte hemos tenido militares en el gobierno”, me dijo. “Y eso ha creado una forma militarista de gobernar”. Le pregunté si alguna vez reconsideró su opinión sobre Chávez. “Solo un día”, dijo con una sonrisa. “Cuando habló de microcréditos para los pobres”.

Cuando Chávez asumió el poder y comenzó a hacer planes para convocar una Asamblea Constituyente que creó una nueva Constitución, López hizo campaña para participar como diputado. Pero perdió esas elecciones y se unió con otros dos candidatos fallidos para crear un nuevo partido político, luego ingresó en la campaña de 2000 para ser el alcalde de Chacao, el municipio más próspero de Caracas. En esa votación ganó el cargo con el 51 por ciento de los votos.

Durante sus ocho años como alcalde de Chacao, López llamó la atención internacional. Comenzó elevando los impuestos a los negocios a la vez que ofrecía incentivos para que las empresas se mudaran a su municipio. Con esos ingresos comenzó una serie de obras públicas, la construcción de clínicas de salud, escuelas, un teatro, un mercado público y un centro de recreación. Cuando tenía poco más de 30 años todavía seguía soltero, siempre se arremangaba las mangas de sus camisas para asistir a los actos y, antes del amanecer, aparecía en las escenas de los crímenes para monitorear la labor de los detectives.

En Caracas, una ciudad famosa por sus índices delictivos, implementó medidas policiales que fueron populares en Estados Unidos como la política de “tolerancia cero” y los análisis multivariables de seguridad. Su plataforma de gobierno fue una combinación heterodoxa de iniciativas que abarcan todo el espectro político, desde medidas inspiradas en la izquierda como elevar los impuestos corporativos hasta métodos conservadores como implementar eficientes modelos de vigilancia. A los vecinos les encantó. En 2004 fue reelegido con el 81 por ciento de los votos y durante su segundo mandato conoció a Lilian Tintori, una conocida presentadora de radio y televisión quien es su actual esposa. En 2008, López dejó su cargo con el 92 por ciento de aprobación y una clasificación de la City Mayors Foundation que lo ubicaba como el tercer mejor alcalde del mundo.

Al hojear su currículo es evidente por qué la gente suele admirar a López, pero incluso mientras crecía su prestigio como alcalde de Chacao, se estaba convirtiendo en una figura polarizadora. Al final de su segundo mandato, era uno de los políticos jóvenes más prometedores de Venezuela y también uno de los dirigentes que tenía más conflictos con los demás.

Dentro del movimiento opositor, López representaba un ala radical. Sin embargo, el término “radical” suele usarse de manera engañosa para referirse a este dirigente. Él está a favor de un modelo económico mixto de servicios sociales expansivos en atención médica, educación y vivienda, compensado por un gran sector privado de manufactura e industria. En el espectro de la política estadounidense, por ejemplo, probablemente pertenecería al ala progresista del Partido Demócrata. Donde se puede describir a López como un radical es en la forma en que asume su actividad política. Él cree que una campaña incesante de manifestaciones callejeras y desobediencia civil es esencial para desafiar al gobierno autoritario. En 2002, cualquier persona que caminara por Caracas tenía buenas posibilidades de ver al alcalde de Chacao parado en la banca de un parque público, gritándole a una multitud con un megáfono.

Cuán útil fue esto para su proyecto de construir un partido político con potencial de gobierno es una cuestión de opinión, pero López creía que su movimiento no llegaría a ninguna parte confiando en la mecánica de los partidos tradicionales. Una forma de medir el éxito de su estrategia es estudiar las reacciones que provocó. López se convirtió en un blanco frecuente de ataques físicos y administrativos. De 2002 a 2006, hubo tres intentos importantes para acabar con su vida, uno de los cuales lo dejó acunando a uno de sus guardaespaldas que murió por un disparo que estaba destinado contra él.

Durante su mandato como alcalde, la contraloría lo acusó de pagar los gastos municipales con una partida incorrecta de su presupuesto y le prohibió postularse a cargos públicos hasta 2014. López apeló la decisión y se preparó para aspirar a la alcaldía de Caracas. Lideraba las encuestas con el 65 por ciento de los votos cuando el Tribunal Supremo de Justicia ratificó la decisión del contralor. La Corte Interamericana de Derechos Humanos dictaminó que la prohibición era ilegal y ordenó al gobierno de Venezuela que dejara competir a López, pero el gobierno ignoró la orden y desde entonces se le ha prohibido ocupar un cargo público.

Para 2008 comenzó a tener enfrentamientos con otros líderes de la oposición. Se fue del partido que ayudó a fundar, se unió a otro movimiento y pronto también tuvo problemas con su liderazgo. En agosto, ese partido lo expulsó, y López comenzó a hacer planes para crear otro más. Los diplomáticos estadounidenses en Caracas no estaban seguros de qué hacer con él. Un cable clasificado enviado a Washington describió su rebelión como “muy publicitada” y señalaba que López no dudaría “en romper con sus colegas de la oposición para salirse con la suya”. Otro se refirió a él como “una figura divisiva” que “a menudo era descrito como arrogante, vengativo y hambriento de poder”.

En 2012, debido a la sentencia que le impedía postularse para ejercer cargos públicos, López apoyó a Henrique Capriles, el candidato de la oposición en las elecciones presidenciales. Chávez lo venció por un margen de 10 puntos pero murió poco después, por lo que el país volvió a celebrar elecciones. Cuando las autoridades electorales anunciaron que Maduro había ganado por un punto porcentual, López denunció que hubo fraude y convocó al movimiento opositor a organizar una manifestación pública. La mayoría de los líderes opositores descartaron la idea pero, en enero de 2014, López llamó a sus seguidores a tomar las calles. En febrero, las protestas estaban surgiendo en todos los estados. El 12 de febrero, López reunió a miles de estudiantes en un parque de Caracas. Después de su discurso marcharon hasta la sede de la Fiscalía General de la República, ubicada a poco más de un kilómetro.

Algunos manifestantes comenzaron a lanzarle piedras al edificio. Aparecieron oficiales de seguridad y dos manifestantes fueron heridos por disparos. Aunque López se había ido antes de que comenzara la violencia, los funcionarios lo acusaron de ser el “autor intelectual” de la escaramuza, y la fiscala general emitió una orden de arresto. Esa noche, López y Tintori se refugiaron en el departamento de un amigo y grabaron un mensaje de video. “Le quiero decir a todos los venezolanos que no me arrepiento de lo que hemos hecho hasta ahora”, dijo López. Pasó unos días escondido y luego grabó otro mensaje en el que le pedía a sus partidarios que el 18 de febrero se reunieran en la plaza José Martí, vestidos de blanco como señal de paz para dar testimonio de su entrega a las autoridades.

Esa mañana se subió a una motocicleta y entró en la ciudad. Una gran multitud se estaba reuniendo y la policía había establecido puntos de control para interceptarlo. López intentó evitarlos, pero no pudo. Finalmente, se acercó a un grupo de policías del municipio Chacao y se quitó el casco. Los oficiales lo reconocieron, lo saludaron y lo dejaron pasar. López vio que la multitud se extendía en todas direcciones. Miles y miles de personas acudieron vestidas de blanco. Los dirigió hasta la estatua de José Martí, el héroe de la independencia cubana, y trepó al pedestal para mirar el mar de rostros. Alguien le entregó un megáfono y se dirigió a la multitud. “Si mi encarcelamiento vale para el despertar de un pueblo”, gritó frente a sus simpatizantes, “bien valdrá la pena el encarcelamiento infame que me plantea, directamente, con cobardía, Nicolás Maduro”.

Después de pronunciar un breve discurso bajó del pedestal, donde los soldados lo esperaban para arrestarlo. Lo llevaron a un vehículo blindado, pero la multitud lo rodeó. Pasaron algunos minutos, luego media hora y el camión quedó atrapado por la multitud. Alguien le dio a López un auricular conectado a los parlantes externos del vehículo. Le dijo a la multitud que estaba a salvo y que deberían despejar el camino para que pasara el camión. Lentamente, casi a regañadientes, despejaron el camino de López a la prisión.

Las autoridades lo confinaron a una torre de concreto en una base militar ubicada en las afueras de la ciudad, acusándolo de terrorismo, incendio y homicidio. Amnistía Internacional condenó su enjuiciamiento como “una afrenta a la justicia y a la libertad de reunión” y “un intento de motivación política de silenciar la disidencia en el país”. Para su comparecencia inicial lo sacaron de su celda en medio de la noche y lo llevaron a presentarse ante la jueza adentro de un autobús, lo que se conoce como tribunal móvil.

El resto de los procedimientos legales se efectuaron en el Palacio de Justicia de Caracas, un edificio de cinco pisos que se extiende a lo largo de 140.000 metros cuadrados en el centro de la ciudad. Durante los siguientes diecinueve meses fue trasladado casi cien veces hasta esas instalaciones, en una caravana de vehículos blindados con oficiales que portaban chalecos antibalas. Siempre iba esposado, custodiado por dos guardias armados con ametralladoras mientras dos más lo escoltaban. Cada vez que López aparecía en los tribunales, el Palacio de Justicia se cerraba.

En el juicio nadie acusó a López de ser violento. Los fiscales redujeron los cargos, argumentando que inspiró violencia en otros. Trajeron a un experto lingüista para examinar las transcripciones de sus discursos y afirmaron que su mensaje de protesta pacífica disfrazaba un llamado “subliminal” a la violencia. Presentaron a más de cien testigos, algunos de los cuales aseguraron que habían sido afectados por los mensajes subliminales. López intentó presentar a sus propios testigos, pero el juez no lo permitió.

Tanto la jueza que firmó su orden de arresto como el fiscal principal y la fiscala general se arrepienten de sus actuaciones en el caso. La jueza que firmó la orden luego admitió que había sido forzada a hacerlo. El fiscal principal, después de huir del país, denunció el caso contra López como “una farsa” y dijo que “el cien por ciento de la investigación fue inventada”. La fiscala general, Luisa Ortega, escapó a Colombia el verano pasado y denunció que Diosdado Cabello, el vicepresidente del partido de Maduro, le ordenó perseguir a López. Contacté a Ortega hace algunas semanas y nos encontramos para tomar un café en Bogotá. Cuando le pregunté sobre los cargos criminales contra López, ella movió la cabeza con consternación. “Sin lugar a dudas”, dijo, “Leopoldo López es un preso político”.

Ortega me dijo que fue ilegal encarcelar a un civil como López en una prisión militar. En el transcurso de tres años, sus condiciones empeoraron progresivamente. En la etapa inicial se le permitía leer y escribir, y una universidad local le ideó un programa de estudios. Leyó a poetas venezolanos, a Ralph Waldo Emerson, el diario de Ho Chi Minh y una biografía de Nguyen Van Thuan. Estaba devorando varios volúmenes a la semana, hasta que los funcionarios comenzaron a restringir lo que podía leer. Finalmente, le prohibieron todo excepto la Biblia. La leyó desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Y luego también se la quitaron.

Lo trasladaron a una nueva celda y luego a otra. Pasó meses en confinamiento solitario en una habitación de 3 metros por 1,80. Se sentaba en silencio tratando de rezar, meditar y evocar cualquier posible motivo de gratitud: intentaba sentir su respiración y recordaba que su esposa e hijos estaban a salvo. También se acercaba a la ventana para escuchar la conmoción del mundo exterior: un camión que pasaba, el sonido del viento, los trinos de un pájaro.

Como no tenía acceso a libros, reflexionó sobre los que ya había leído. Recordó las biografías de los líderes no violentos y la “Carta desde la cárcel de Birmingham” de King, y comenzó a preguntarse si lo que tenían en común no solo era su compromiso con la resistencia, sino una observación más profunda sobre el carácter de la historia. Esto se refleja con claridad en la obra de King. Su objetivo nunca fue solo provocar o confrontar, sino que intentó localizar el punto de apoyo entre el conflicto y la mediación, para producir una avalancha de presión que obligara a los funcionarios a reaccionar mientras conservaba una fe casi irracional en la buena voluntad que tenían.

“Tuve un momento de iluminación”, recordó López. “Fue durante una noche en la que no podía dormir y me movía de un lado a otro de la cama, pensando en el hijo de puta que era el director de la prisión. Estaba muy molesto y, al día siguiente, me desperté y dije: ‘¿Qué estoy haciendo? Este tipo me está quitando mi tranquilidad, mi sueño’”. Se dio cuenta de que la acumulación de su ira amenazaba con distorsionar toda su forma de pensar. Entonces comenzó a separar la indignación de su furia. Continuó desafiando las reglas arbitrarias de la prisión, escribiendo y mandando al exterior una serie de mensajes subversivos, pero cuando los guardias entraban en su celda para buscar los mensajes, gritando y destrozando sus cosas, intentaba mantener la calma.

Se apartaba, levantaba las manos en una postura de autodefensa y decía en un tono moderado que se protegería si era necesario. El resto del día, en las interminables franjas de soledad, trató de sincerarse sobre lo que le había costado la ira. No solo era una amenaza para su estado mental, sino también para su política, su movimiento y la forma en que concebía el futuro.

“En el pasado, me confrontaba con las visiones diferentes”, me dijo. “Ahora entiendo que todas son necesarias para salir de este desastre”. Pensó en los libros que había leído sobre la Europa de la posguerra y en el surgimiento de Sudáfrica después del apartheid, y se dio cuenta de que Venezuela nunca será estable mientras se mantengan las divisiones. Es necesario forjar, como Mandela con F. W. de Klerk o King con Lyndon Johnson, cierta confianza entre la oposición y los partidarios del chavismo. “Mucha gente de la oposición tiene resentimientos, y lo entiendo”, me dijo. “Pero creo que nuestra responsabilidad es ir más allá del resentimiento personal. Cuatro años de prisión me han dado la posibilidad de ver las cosas de otra manera, de poner la rabia en perspectiva”.

Hace algunos días estaba hablando con López un poco antes de la medianoche. Su familia dormía y él aprovechaba esas horas de tranquilidad para prepararse ante la posibilidad de que la publicación de este trabajo pudiera causar su regreso a prisión. Esto es algo de lo que hemos hablado muchas veces. Su hija mayor tenía solo 6 años cuando él fue a prisión por primera vez y 10 cuando regresó a su casa. Su hijo tenía menos de un año y ahora estaba empezando a conocer a su padre. A fines de enero, López y Tintori tuvieron una segunda hija, y le preocupa pensar que pasarán años antes de volver a ver a sus hijos.

“No es fácil”, dijo en voz baja. “No es fácil, pero tengo la responsabilidad de decir lo que pienso. Llevo cuatro años en prisión por decir lo que pienso y, si me censuro, la dictadura me derrota”. López piensa que, con el liderazgo correcto, Venezuela podría recuperarse. Piensa en los tiempos de posguerra en Japón, Corea del Sur y Europa. Sabe que la estabilización del bolívar puede lograrse asociando su valor al de una moneda extranjera y que, con un nuevo gobierno, el sector privado regresará. Cree que la producción petrolera del país se recuperará con una buena administración y ha estado trabajando durante casi una década en un plan para convertir a la compañía petrolera nacional en una especie de fideicomiso de Seguridad Social, con acciones de inversión asignadas al público para las jubilaciones, el sector educativo y las emergencias.

El desafío es llegar a un punto en el que pueda iniciarse cualquier parte de ese proyecto. A medida que se profundiza la crisis en Venezuela, el camino hacia una transición parece más oscuro que nunca. Políticos, historiadores y asesores: todos tienen algún tipo de propuesta, pero el problema es que, si se estudia cada uno de los planes, ninguno tiene muchas posibilidades de ponerse en práctica. O de funcionar. Comenzando por el gobierno de Donald Trump, que últimamente ha sugerido la posibilidad de un golpe militar. En febrero, el secretario de Estado estadounidense, Rex Tillerson, reflexionó sobre la situación del país y dijo que en el contexto de la historia de América Latina “los militares son los que se encargan de eso”, a lo que el senador Marco Rubio agregó en su cuenta de Twitter que el ejército venezolano debería “restaurar la democracia mediante la remoción del dictador”.

Además del hecho de que derrocar a un dictador no es una garantía de democracia, no hay muchas personas en Venezuela que consideren probable que se efectúe un golpe. Hace algunas semanas me encontré con el líder que se instaló brevemente en el poder gracias al último golpe militar, Pedro Carmona, quien me dijo que el ejército había sido purgado de disidentes, con altos oficiales cuya pureza ideológica es monitoreada por el servicio de inteligencia cubano. “El G2 tiene una instalación en Caracas espiando al ejército venezolano”, dijo. “Entonces, en el aspecto militar, lo mejor que podría esperar es que no repriman a la gente”.

La presión desde el exterior también ha tardado en consolidarse. Los críticos acusan a los miembros de la Organización de Estados Americanos de no haber logrado restringir al gobierno de Maduro, que mantiene convenios petroleros con varias naciones miembro. Una coalición más pequeña de países latinoamericanos se ha unido a Canadá para crear el Grupo de Lima, cuya vociferante condena a la represión política no se ha traducido en acciones concretas.

En los últimos años, las sanciones estadounidenses se han endurecido de manera constante. Luego de un prolongado debate entre el Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por su sigla en inglés) y el Departamento de Estado, el gobierno de Obama impuso sanciones limitadas en 2015, principalmente dirigidas a los activos financieros de algunos líderes venezolanos. Mark Feierstein, quien ese año asumió la responsabilidad de implementar en el hemisferio occidental las políticas del Consejo de Seguridad Nacional, me dijo que el gobierno estadounidense perdió una oportunidad crítica de influir en la negociación de 2016 entre el gobierno de Maduro y la oposición.

“El NSC, o al menos yo, estaba inclinado a actuar más rápido”, dijo, “y creo que las negociaciones fracasaron en gran medida porque se eliminó la presión”. El gobierno de Trump ha ampliado el programa de sanciones, pero saber hasta qué punto profundizar esas medidas, ampliarlas o llegar a restringir la importación del crudo venezolano, nos remite al cálculo brutal de cuánto resentirían esas decisiones al pueblo venezolano, y si aumentar su miseria provocaría un levantamiento o simplemente empeoraría la crisis humanitaria.

En los últimos meses también se han desatado los rumores sobre una guerra. Trump hizo sugerencias de una “opción militar” en Caracas, e incluso voces relativamente moderadas han comenzado a fantasear sobre el enfrentamiento. En enero, el académico de Harvard Ricardo Hausmann, quien fue ministro de Planificación de Venezuela de 1992 a 1993, publicó una propuesta que sugería que el congreso invitara a una fuerza de invasión multilateral que ayudara a la instauración de un nuevo gobierno, haciendo una comparación con la liberación de Europa.

Hablé con varios líderes opositores que celebran esa idea, pero puede que eso sea más un reflejo de la desesperación del país que una propuesta inteligente. Es difícil imaginar a Rusia y China, después de años de apuntalar la economía venezolana a cambio de petróleo, permitiendo que una invasión extranjera amenace sus inversiones. Una preocupación mayor radica en el ámbito interno: Maduro tiene casi un 30 por ciento de aprobación en medio de una economía devastada, pero nada le generaría tanto apoyo como un ejército de ocupación. Venezuela es una sociedad fuertemente armada y cada vez más violenta. Invitar a una intervención militar es crear una guerra civil.

Hace algunos meses era posible imaginar un camino electoral para el cambio, pero en la actualidad casi todos los partidos de la oposición han sido inhabilitados para postularse. La noche del 15 de febrero Maduro dio un paso más, interrumpiendo las transmisiones de televisión y radio para anunciar que el partido que López fundó en 2009 no es una organización política, sino un “grupo fascista violento” que opera “fuera de la ley”. Cuando hablé con López la mañana siguiente dijo que 87 líderes del movimiento ya estaban en prisión. Los que se quedaron se preparaban para convertir al partido en una “organización clandestina”. Pronto, dijo, podrían reducirse a reuniones secretas y arrojar panfletos en las esquinas con camionetas sin placas.

Pero incluso cuando las condiciones empeoraron de forma vertiginosa, observé cómo López trataba de incorporar lo que aprendió en la prisión a su vida diaria. Incapaz de hablar públicamente, desarrolló una red de canales privados, reconectando con los líderes de los partidos políticos en los que antes militó, haciendo contactos con los funcionarios del gobierno de Maduro, los ministros de relaciones exteriores y los jefes de Estado. Durante la reciente negociación entre los líderes de la oposición y el gobierno, López estuvo en contacto con todas las partes; incluso después de que su partido se retirara del diálogo, continuó consultando con los líderes que permanecieron en la mesa. Cuando las disputas se extendieron, proporcionó un canal de comunicación, un centro invisible en el que parecía que todas las vertientes se conectaban.

López también se mostraba flexible en sus ideas sobre la transición. En la mayoría de nuestras conversaciones se opuso firmemente a la idea de una acción militar pero, una noche que hablamos, dijo que estaba empezando a pensar de manera diferente. Un mecanismo no deseado podría generar un cambio que sería bienvenido.

“En 1958, hubo un golpe militar que comenzó la transición a la democracia”, dijo. “Y en otros países de América Latina hubo golpes de Estado que convocaron elecciones. Entonces no quiero descartar nada, porque la ventana electoral se ha cerrado. Necesitamos avanzar en muchos niveles distintos. Uno son las protestas callejeras; otro es la coordinación con la comunidad internacional. Así es como estoy pensando ahora: necesitamos aumentar todas las formas de presión. Cualquier cosa, cualquier cosa que deba suceder para convocar una elección libre y justa”.

Si bien fue contradictorio escuchar esa declaración de López, vino acompañada por otro cambio. Durante varios meses, la policía secreta lo había visitado cuatro veces al día para fotografiarlo con una copia del periódico del día. Últimamente, López comenzó a invitar a pasar a los agentes. Hace poco habló con uno durante más de dos horas, le ofreció un trozo del pastel del cumpleaños de su hija y conversaron sobre la crisis inflacionaria y la reciente masacre de un pequeño grupo rebelde. “Hemos desarrollado, no diría una buena relación, sino una relación”, dijo.

Pensando en todos estos cambios, me pareció que López trataba de lograr un equilibrio cada vez más difícil. Estaba dispuesto a aceptar propuestas que hace seis meses le parecían aborrecibles, pero también estaba haciendo un esfuerzo mayor para abrirle la puerta al diálogo. La lucha que enfrenta es una versión intensificada de la tensión presente en toda la historia. Y lo hizo para determinar el esquivo punto de apoyo entre su ira y su fe.

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