Uno de mis nietos fue llevado al médico para una revisión de rutina. Tenía escasos siete años. Luego de examinarlo y revisar algunos exámenes, el galeno dio su diagnóstico: “Normal para su edad”. Esta frase se convirtió en algo memorable. Ante cualquier hecho que amerite una respuesta diagnóstica todos pronunciamos: “Normal para su edad”. En estos días la frase no me suelta, ante la inexplicable negativa de muchos conocidos para aceptar el paso de los años y “los achaques” como algo absolutamente natural.
Nos abruma el culto fanático a la juventud, impuesto a través de plataformas y medios. Está bien que se insista en la salud y el bienestar, pero no a costa de satanizar piernas sin fuerza y abdómenes flácidos. En otras épocas las arrugas y las canas eran símbolo de sabiduría y respeto y hay culturas que así lo mantienen.
Lo encontramos principalmente en grupos indígenas y tribus africanas donde existen los Consejos de los Mayores o Ancianos, cuyas palabras constituyen la guía para las decisiones particulares y colectivas. Me pregunto si tiene que ver con que el culto a la eterna juventud no ha llegado a esas latitudes. En el oriente medio y lejano existe también una ancestral veneración por los ancianos, lo cual se traduce en una dinámica social más justa y humanizada.
Me divierten los eufemismos con que se quiere sustituir el término “viejo” o “anciano”, en un afán de hacer “más amigable” el trato a quienes han avanzado en el camino de la vida: juventud prolongada, edad dorada, adultos mayores, tercera edad… Me desconcierta la insistencia de quienes -en la cincuentena- tienen el privilegio de tener nietos y no les gusta que los llamen abuelos.
Desde pequeña he tenido amigos y amigas mucho mayores que yo. Ellos me han resultado tan auténticos, desenfadados y divertidos como los niños. Incluso encuentro muchas semejanzas en su trato y actitud. Es por ello que sostengo que los mejores maestros son los niños y los ancianos, de ellos atesoro los más sentidos y profundos aprendizajes.
Los niños son unos sabios naturales gracias a su intuición y sinceridad para asumir la existencia con asombro y alegría; los viejos vuelven a ser niños al recuperar esa sinceridad y desempolvar la intuición cercenada por la rigidez absurda de los modos sociales.
Un querido maestro de música me confesó -con picardía- mientras se apoyaba en su bastón: la vejez no es cuestión de años, es un estado de ánimo, es algo mental.
Cada quien tiene la edad que se le antoje. Tomábamos un café en una terraza cuando se nos acercó un conocido bastante menor que el músico. En los escasos minutos de su saludo nos tupió describiendo sus dolencias y tragedias estomacales. Al marcharse, el maestro se rió y me dijo: ¿Ves? Ahí está fulano, que no se quita ese disfraz de viejo, encorvado, mirando pa´l suelo, quejumbroso y pesimista.
Otra gran amiga, escultora, que no está ni un minuto quieta, siempre creando, siempre inventando, mirando fotos de su infancia y juventud con la idea de seleccionar algunas para su biografía, me comentó: el corazón no envejece, es el cuero el que se arruga. Se templó la piel del antebrazo riendo abiertamente frente al fotógrafo. Y añadió: si me río me arrugo, pero el buen humor me plancha el arruguero.
Cuando entrevisté a Uslar Pietri, a propósito de que cumplía ochenta años, le hice la pregunta obligatoria: ¿Qué siente al llegar a esta edad? Mirándome fijamente me contestó: Se es joven mientras se tienen planes y yo todavía tengo muchos. Recientemente leí algo similar en una entrevista que le hicie a Carlos Cruz Diez en relación a sus noventa y más, él contestó: ¿Cómo? ¿Tantos? Y yo ni cuenta me he dado.
El padre de una amiga, un empresario muy activo incluso a nivel gremial, se jubiló a los ochenta años con el empeño de ponerse al día en tecnología. Sus nietos le regalaron el último grito en computadora y comenzaron a entrenarlo. A los seis meses, los muchachos pasaaron de profesores a alumnos, pues el abuelo los sobrepasó en destreza.
Mi parienta Chita Camejo, en vías de cumplir su centenario estaba totalmente abocada a construir una casa para vivir ¡Y lo hizo! Ana Enriqueta Terán, nuestra gran poeta, se arreglaba glamorosamente como una reina (que lo fue) hasta sus bien llevados noventa y pico de años, con la misma dignidad y elegancia con que hacía sus versos.
No he pretendido dictar cátedra sobre la vejez, pero sí plantear algunas ideas en torno al hecho de que la entropía biológica y cognitiva es algo “Normal para su edad” y así, acertadamente, ha de asumirse. Es por ello que tomo para mí las palabras de Emile Faguet quien afirmaba: “Hay cuatro cosas viejas que son buenas: viejos amigos para conversar, leña vieja para calentarse, viejos vinos para beber y viejos libros para leer.” Yo añado que los nuevos amigos, nuevos libros, nuevos brindis y nuevos aires también son buenos y bienvenidos para la certera edad.