Cuando tantas amenazas nos bombardean el hábitat de nuestro entorno, el caos se convierte en una realidad, lo que dificulta encontrar horizontes armónicos que nos tranquilicen y nos pongan en disposición de entendernos.
Por si esto fuera poco, los medios cibernéticos suelen alentar el odio y la venganza a raudales, hasta el punto que la atmósfera que respira el planeta es verdaderamente decadente e incluso peligra la extinción de sus moradores.
No quiero ser alarmista, pero ciertamente la amenaza nuclear está presente por primera vez tras el fin de la Guerra Fría. Ojalá demos un paso hacia atrás y funcionen las negociaciones diplomáticas, sobre todo para lograr la desnuclearización pacífica. Por cierto, en relación con esta tremenda crisis, el titular de la ONU acaba de destacar que es esencial mantener la presión ejercida por el Consejo de Seguridad sobre la República Popular Democrática de Corea, con el objetivo de poder calmar situaciones verdaderamente envenenadas por intereses mundanos, lo que justificaría un esfuerzo serio conjunto en favor de la unidad.
Ya se sabe que la unión hace la fuerza y que la discordia nos debilita. Sea como fuere, no podemos seguir fracturando el planeta. La realidad golpista catalana en España, es un claro testimonio descarriado de degradación de unas instituciones democráticas, por su continua y persistente desobediencia a una legalidad que garantiza la convivencia democrática, y que con estas actuaciones de necedad y desprecio al imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, hace que se ponga en entredicho la consolidación del Estado de Derecho, que con tanto empeño protege a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. Alerta roja, por tanto, para este tipo de acciones independentistas, promotores de la mentira, que por desgracia para todo el mundo van en aumento, junto a la xenofobia y el arcaico nacionalismo, que nos encaminan en cascada a un desconcierto hasta con el propio sentido común. Además de este marco de tensiones mundiales, en parte propiciadas por la absurda carrera armamentística y nuestra altanería por querer ser más que nadie, está el fenómeno de la explotación y de la opresión a la que hay que sumarle una nueva contrariedad, la de la injusticia social, acrecentando unas descomunales desigualdades que nos dejan helado el corazón.
Por ello, ha llegado el momento de los pactos, puesto que una porción significativa de nuestros análogos permanentemente quedan excluidos de los beneficios del progreso y relegados. De ahí, la importancia de que los organismos internacionales promuevan juntos una verdadera revolución ética en todo el orbe, al menos para que la legítima redistribución de los beneficios económicos de los Estados lleguen a estas personas marginadas. Porque de continuar por este estado de bestia salvaje, difícilmente vamos a poder ilusionarnos para poder salir de esta colosal crisis humanitaria que padecemos.
Mal que nos pese, todo esto nos hace retroceder como jamás, máxime en un tiempo en el que los jóvenes, que son la fuerza del futuro, y los ancianos, que son la sabiduría ancestral, se les impide estar en el terreno de juego y escuchar sus voces. Junto a esto, el futuro del trabajo nunca ha sido tan incierto, puesto que tiene que ser más que un medio de subsistencia, una manera de imprimir en nuestras vidas un significado de realización personal.
En este sentido, nos llena de esperanza que, en los últimos meses los mandantes tripartitos de la Organización Internacional del Trabajo (gobiernos, empleadores y trabajadores), hayan celebrado diálogos nacionales en más de un centenar de países. Pensamos que es una buena idea que el trabajo de la Comisión Mundial de la OIT, se estructure en torno a cuatro conversaciones del centenario: Trabajo y sociedad, un trabajo decente para todos, la producción y la organización del trabajo y la gobernanza del trabajo.
En consecuencia, si en verdad queremos avanzar como familia humana y no retroceder, hemos de repensar con urgencia, que es indudable que no podemos caminar por nosotros mismos, y que para ello hemos de respetar fielmente las normas que nos hemos establecido. Ahora bien, necesitamos también un decoroso nivel de vida, que nos permita colaborar y cooperar con sentido de responsabilidad, hacia ese bien colectivo que ha de redundar en provecho de todos, y no únicamente en un sector de privilegiados como viene sucediendo.
Al fin y al cabo, una humanidad florece en la medida en la que no existe superioridad alguna, sino la dignificación de todo ser humano, con el reconocimiento de los mutuos derechos y el cumplimiento de sus respectivas obligaciones.