Por mi origen barquisimetano puedo atestiguar que en cualquier momento y con cualquier excusa se puede armar un parrandón de músicos y cantantes. Para nosotros es parte de la cotidianidad que aficionados y profesionales pueden pasar horas y horas en una “tocata” sin dar la mínima muestra de cansancio.
Cuando me preguntan por la definición musical de los larenses respondo: “En Lara el que no toca, canta, el que no canta, baila, el que no baila, anima. Y quien no toca, ni canta, ni baila, ni anima, aplaude muy bien.”
No hay casa sin cuatro. Desde niños escuchamos con fervor a la Pequeña Mavare, bailamos o sabemos del tamunangue y la música -para nosotros- es un alimento tan imprescindible como el suero, el aguacate y el quesito rallado. Es algo genético, pero hay mucho de modelaje. No en balde circula una leyenda: los mejores atriles y directores del Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles han salido de la tierra larense. Cuando un “guaro” se muda, lo primero que lleva con él es su música, bien sea su instrumento, sus discos (hoy su Ipod) y sus cancioneros. Para mí, la guitarra es parte de mi cuerpo, la llevo a donde voy.
Para ser justa, con el tiempo he descubierto que en otros lugares de Venezuela se mantiene la tradición de estas reuniones donde todo gira alrededor de la música íntima y en vivo. Maracaibo, San Cristóbal, Carora, Trujillo, Mérida, Ciudad Bolívar, Porlamar, Guanare, Acarigua y tantas otras ciudades tienen sus próceres musicales, individualidades o grupos, que amenizan extraordinarios e improvisados jolgorios.
Hay verdaderos y grandes artistas anónimos cuyos escenarios han sido corredores y patios caseros. Otros, ya consagrados, brindan a sus amigos y familiares el regalo de su música.
Las mejores parrandas musicales, para mí, han sido las organizadas (o muy bien desorganizadas, gracias al azar y la suerte) por Elia de Briceño, uno de mis afectos inolvidables. En su casa Vira Vira o en su refugio de Terepaima se daban cita artistas y músicos venidos de todas partes del país y del mundo.
Elia, como buena melómana, estaba al día en la mejor música. Con la misma devoción con que coleccionaba amistades, plantas y orquídeas, perseguía las grabaciones antológicas o las del instante, que no del momento pues me quedaría corta. Enrique, su yerno, siempre fue el proveedor sin competencia.
Frecuentes eran las “tenidas” con Chelique Sarabia y las hermanas Chacín. Los participantes de La Voz de Oro, que se realizó durante años en la Feria de Barquisimeto, prácticamente ensayaban o celebraban sus triunfos en la casa de Chucho y Elia, anfitriones de una hospitalidad sin límites.
Los internacionales, como Manzanero por ejemplo, si se presentaban en Barquisimeto, recalaban donde Elia, y allí con el ánimo calurosamente entonado, brindaban la segunda parte de su recital.
Los músicos, amateurs o ya con renombre, se daban banquete en esas reuniones. A muchos les oí decir que esas vivencias eran para ellos fuente de energía e inspiración. Y a los invitados -que tenían el privilegio de apretujarse en los espacios dispuestos para esos conciertos improvisados- les resultaba una experiencia alucinante.
Recuerdo especialmente una racha musical donde el protagonismo lo representó la música folclórica argentina. Todo un fenómeno sociológico. En esa época