El río Turbio nace del interior de un sifón -garganta muy estrecha-, de una cueva, para ser más preciso, en las cercanías del caserío El Zancudo en los límites del Municipio Andrés Eloy Blanco, con el Municipio Jiménez, y desagua en el río Cojedes, tributario del padre de nuestras aguas, el Orinoco. En su corto recorrido de poco más de cien kilómetros, recibe el maná de múltiples quebradas que bajan del piedemonte larense.
Hace más de tres décadas me adentré en el sitio de su nacimiento y presencié una súbita creciente que amainó mi ánimo y arrojo por las cárcavas.
En las cercanías de la población de Río Claro, consecutivas montañas, cuya base es piedra de grafito o asfáltica de color grisáceo, descargan en su lecho y lo obscurece y enturbia; lo hace ceniciento y cenizo a la vez.
El Turbio fue desde la colonia y hasta bien entrado el siglo XX, el primer proveedor de agua para consumo de los barquisimetanos, aparte de las nacientes que irrigaban el centro de la ciudad y permitieron se conserve en el recuerdo de algunos lugareños la denominación de la pila Lara, como se llamó el corazón urbano de la localidad.
Los primeros proyectos para construir un acueducto provenían del río Turbio. A mediados del siglo XX se pensó en construir una presa que pasó al olvido y sería el maestro Francisco Tamayo quien en 1969, durante un Cabildo abierto en el sitio de Angostura, donde luego se “construiría” la represa de Yacambú, quien hizo ver lo factible de retomarla, pero la vorágine faraónica de entonces hizo caso omiso de la advertencia y emprendió lo que sería una gigantesca, imponderable y para siempre inconclusa obra.
En 1821, durante la segunda visita de Bolívar a Barquisimeto pudo “constatar la apremiante necesidad de los aldeanos de contar con un acueducto, y a petición de un grupo de notables, se comisionó a Don Juan Galíndez a comprar los materiales necesarios en Europa. Éste viajó a la isla de San Thomas, donde haría escala y allí murió”. Con él, los recursos para la construcción del ansiado acueducto.
En 1847, Antonio Guzmán Blanco proyectó un acueducto que no llegó a realizarse y hubo de esperar hasta 1890 cuando el Presidente de la República Dr. Pablo Rojas Paúl ordenó su construcción, siguiendo los planos elaborados por el ingeniero Luis Mario Montero en 1847. Dicho acueducto partía de los bosques de Titicare, a orillas del río Turbio hasta Caja de Agua, especialmente construida como depósito, por la fiabilidad de trasvasarla por gravedad al centro urbano.
En 1931, Eustoquio Gómez ejerciendo la presidencia del Estado, amplió el acueducto y la Caja de Agua, dotando a la ciudad del servicio por tubería, que al poco tiempo sería insuficiente. Luego se explotarían los acuíferos de Macuto y se impulsó la siembra de especies vegetales que protegieran las nacientes. A la muerte de Eustoquio Gómez en 1935, los proyectos se paralizaron.
Al poco tiempo, durante el gobierno regional de Honorio Sigala, se concretaría el plan gomero y se construiría la famosa piscina de Macuto en forma de guitarra, rodeada de Maporas y con una pista de baile colada entre el follaje, ésta fungía de romántico paisaje y lugar de ensueño de los enamorados de la época.
Su acceso era riesgoso pues se debía cruzar el Turbio y su cauce para 1940, mantenía un caudal importante; cruzarlo se convertía en temerario por aquello de las corrientes y la luna. Bastaba un soplido del cielo para varar a los noctámbulos parranderos hasta más allá del amanecer debido a las intempestivas crecidas.
El agua que llenaba la piscina, contaba con abrevaderos con cisnes y patos e irrigaba las maporas que aún sobreviven, más una que otra especie llamada a proteger el entorno, hoy en día saturado por invasiones, explotaciones de granzón y urbanismos que por igual socavaron el idílico paisaje.
En 1962 se construyó el primer puente sobre el río Turbio, durante la segunda gestión de Eligio Anzola Anzola, oriundo de Río Claro. Como promesa a su pueblo nativo, pavimentó la vía y recuperó la decaída piscina y el sitio de Macuto, que a la postre terminarían en ruinas.
Tan perdidas como nuestro origen. En estas piscinas muchos barquisimetanos aprendieron a nadar y otros, no tantos, perecieron en el intento. Un popular personaje alquilaba trajes de baño, puesto que no eran comunes los balnearios públicos y el pudor imperaba.
En 1993 se construyó la avenida Hermano Nectario María, conocida como Ribereña pues fue construida al lado del río, luego convertida en cuasi autopista.
En 1999, una fuerte crecida, aunada al socavamiento de las bases por el saque de arena, derrumbó el puente construido por Anzola y por largo tiempo tuvo un puente de guerra provisional. El actual fue concluido en el 2004.
Hasta comienzos del actual siglo se consideró que el nombre de la ciudad era un hidrotoponímico, puesto que derivaba del río. Hasta el 2002 cuando el investigador Renato Agagliate publicó un sesudo ensayo titulado Barquisimeto y su bejuco inspirador, en el cual atribuye a un bejuco común en las riberas el origen del nombre.
Hasta la fecha poca atención se le ha prestado al estudio de Agagliate, idéntico a la obviedad de continuar ignorando nuestra verdadera fecha fundacional. La difusión y reimpresión de tan lúcido aporte permitiría paliar acendradas deudas culturales sobre nuestro origen.
De allí que siendo río o la planta el origen de su nombre, la ciudad que pisamos, a cuyo horizontes lanzamos o rebotamos improperios merece algo más que la nostalgia: debe acunar su origen, dignificar sus estancias y el patrimonio que a duras penas contra gobiernos y cataclismos perdura en algunos lugares de la amplia y rica geografía de los municipios Jiménez, Iribarren y Palavecino del estado Lara, y del Municipio Peña del estado Yaracuy los cuales atraviesa el río.
Estudiosos de la ictiografía, la avifauna y el agua dejan ver la importancia de los aportes de nuestro minúsculo afluente sobre el ecosistema. El arrastre del piedemonte larense conlleva enormes aportes al ecosistema.
El agua ha sido el sendero que guía la ciudad, su desborde el recuerdo remoto del ímpetu que la domina, y su flora, hermosa y rebosante en la sequía, imán para viajeros, pájaros y especies ancestrales. El río Turbio es un llamado permanente de la naturaleza para repensar la belleza, la urgente necesidad de sombras donde cobijarnos y de agua para regar nuestro desdibujado pensamiento y el destino mismo, que no prevé la sed.