No es la primera vez que desde los órganos del Estado se ejercita el uso irracional de la fuerza, y se violentan los derechos humanos, pero en esta ocasión ha quedado debidamente documentada una ejecución plagada de monstruosos visos de ilegalidad.
15 videos alcanzó a colgar en las redes sociales el piloto Oscar Pérez, ensangrentado y nervioso, desde su refugio de El Junquito, al noroeste de Caracas. Quizá se trate del único pero muy esclarecedor detalle que escapara del control de los autores de la “Operación Gedeón”, destinada a abatir a un “peligroso terrorista” en cuyas acciones no se registró una sola víctima.
Habían sacado banderas blancas en señal de rendición a través de las ventanas, y durante más de una hora negociaron la entrega con un mayor de apellido Bastardo (“queda a su conciencia, mayor”, le manifiesta uno de ellos, en tono de súplica). Incluso se acuerda la presencia del fiscal Tarek William Saab, y de la prensa; pero de repente los funcionarios participaron haber recibido órdenes distintas. Fue cuando el acorralado expolicía que en junio del año pasado sobrevoló Caracas en un helicóptero del Cicpc con una pancarta que aludía al artículo 350 de la Constitución, exclamó, sabiéndose sentenciado: “Dijimos que nos íbamos a entregar y no quieren dejar que nos entreguemos, nos quieren asesinar”.
Además de esa evidencia está el testimonio de los vecinos del sector, quienes gritaban indignados a los más de 100 hombres que rodeaban la concha de Pérez, una vivienda que no era ninguna fortaleza, en una zona escarpada, sin la más remota posibilidad, sus ocupantes, entre ellos una mujer embarazada, de escabullirse ni de salir con vida del sostenido ataque de seis horas en el que hasta se movilizó una tanqueta, fueron apostados francotiradores y hubo el despliegue de cohetes portátiles de fabricación rusa, con tal poder destructivo que son usados contra tanques y vehículos blindados. En un país donde hasta lo más elemental escasea, eso sí sobra: armas de última generación, tanques, granadas, plomo.
No se trata de juzgar desde estas páginas la conducta de Oscar Pérez y sus lugartenientes, pero está claro que tampoco era lícita la ejecución sumaria. En Venezuela, en teoría al menos, no está instituida la pena de muerte. Pérez y sus hombres, habiéndoseles respetado el fundamental derecho a la vida que la Constitución consagra, debieron ser procesados bajo las garantías que, en un Estado de Derecho, asisten hasta al más execrable de los criminales.
El término masacre se ajusta a lo acontecido en El Junquito, el mismo lugar en que, por una siniestra casualidad, el 31 de diciembre último un militar acribilló a una mujer con cinco meses de gestación, por el delito de exigir el pernil que la oferta presidencial tardaba en materializar. En la “Operación Gedeón” no participaron fiscales ni defensores públicos. Es más, uno de los uniformados que intervino, y cayó abatido en circunstancias nada claras, resultó ser el líder de un colectivo que era azote del 23 de Enero, en Caracas, y tenía averiguaciones abiertas por siete homicidios.
El hecho de que los videos, que se hicieron virales, estropearan el guión original del esbirro, explica por qué se tardó 24 horas en fabricar un amago de versión oficial. Tratar de echar sombras sobre los opositores que dialogan en República Dominicana, al exponerlos como supuestos delatores, no es sino la continuidad de una torpeza que no pudo ser menos justificable ni más retorcida.
No es, para desgracia nuestra, un hecho fortuito, aislado, sino parte de una seguidilla de impudicias adaptadas a un irracional estilo de Gobierno. Un Gobierno bipolar, que amenaza con aplastar a todo disidente con el peso de una ley “contra el odio”; llama “rata”, en boca de una ministra, al expolicía caído; “demonio” al padre José Palmar, quien debió asilarse en México; y “diablos con sotana” a dos dignos obispos, Antonio López Castillo y Víctor Hugo Basabe, por sus homilías en la procesión de la Divina Pastora, piezas en las que, conforme a su ministerio, condenaron la peste de la corrupción y la violencia.
Ciertamente, la gesta de Oscar Pérez no fue comprendida. Es más, influenciados por especulaciones de laboratorio, personeros de la oposición lo ridiculizaron, y banalizaron su causa. Pero la forma deshumanizada como lo ejecutaron, ya rendido, ha tocado una fibra de sensibilidad que parecía anestesiada y reactivado una herramienta que luce crucial y determinante en la búsqueda de una pronta salida a esta tragedia: la presión internacional, a la que en bloque acaba de sumarse con sorprendente diligencia la Unión Europea.
Reconocido sólo después de su muerte, el piloto trazó una ruta. Ojalá conduzca hacia un destino promisorio y justo, en el que sea posible que los venezolanos nos reencontremos con lo mejor de nosotros mismos.