Del socialismo aeroportuario

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Años atrás, fue recurrente la pregunta sobre los cubanos que no podían viajar al exterior. Obviamente la dictadura negaba toda prohibición formal, aunque – ahora lo entendemos cabalmente los venezolanos – el elevadísimo costo económico por el solo trámite de la salida, más el moral que políticamente resultaba de una eficacia demoledora para el aspirante, cumplimentaba todo impedimento.

La salida por el emblemático aeropuerto de Maiquetía, es toda una proeza, comenzando por el pasaporte, el interrogatorio respecto a los motivos del viajero, el impuesto y otras de las incomodidades y hasta sospechas que suscita la intención de un itinerario. De tener alguna significación en las filas de la disidencia, el riesgo es mayor, aunque el régimen ha querido, pero no logrado, estigmatizar definitivamente como apátrida a quien tenga la osadía de pisar territorio extranjero, salvo tratemos de los más altos y también medianos funcionarios, dirigentes y contratistas que pueblan las redes con sus hazañas turísticas.

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Reapareciendo en nuestros archivos, una fotografía tomada en el aeropuerto de Barcelona por 2013, nos trae, junto a Maduro Moros, una curiosa consigna: “Construyendo el socialismo aeroportuario”. Sin dudas, se trató de la excentricidad de un publicista de limitada imaginación que aportó, sin saberlo, eso que llaman un constructo capaz de reventar las neuronas de algún teórico de ocasión.

El socialismo en cuestión, significa la progresiva y decidida inutilización de los aeropuertos internacionales, nacionales y, por supuesto, privados. Las grandes transnacionales del aire se marchan inexorablemente de una plaza que ya no es rentable, por mucha puerta que sea al subcontinente, con grades acreencias en divisas; y las del patio, encarecidos descomunalmente los cupos, reducen los vuelos y las unidades mismas, reivindicando unas carreteras que lucen y son más peligrosas que la transportación aérea.

Aeroportuariamente, ya no somos nada, porque el socialismo también nos está dejando en ruinas, siendo el país al que nadie apunta en el mapa, ni siquiera para los que acostumbran al turismo revolucionario que, en sus etapas iniciales, suscitaba el entusiasmo de los extraños deseosos por recibir el bautismo en la consabida plaza de La Habana, creyéndose testigos de una transformación histórica no menos presunta. No saldremos de Venezuela, de la región, de la localidad ni de la manzana, pues, la ciudad comunal será prisión de todos, salvo que ostentemos algún rango oficial, aunque – se dirá – “ya no hay cupo, vuelva mañana”.

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