Enero entró con la fuerza de un huracán virtual: está allí, acechando fuera del ventanal, alumbrando con relámpagos la oscurana, mientras uno intenta quedarse con algo del esplendor de la luz, aunque su origen sea tempestuoso. Sabemos que no hay línea vital trazada a perpetuidad, mucho menos cuando las coordenadas del país y la ciudad que habitamos, estallan contra los cristales de la vida personal de cada uno, causando en ciertos casos, estragos. En otros, afortunadamente, transformaciones importantes.
Acostumbrados a todas las contradicciones inherentes a nuestra condición de venezolanos, también sabemos que el mes de enero entró también con la fuerza que cada uno le otorga desde sus espacios más íntimos. Al pesimismo u optimismo prudente, entregará una dosis cónsona con las expectativas, que en nuestro caso, van aliadas a la indeclinable certeza de que algo podemos hacer, como personas y ciudadanos, para dejar del lado acá de la ventana, la luz que nos arrope y crezca con la fuerza de esos poemas que leídos a viva voz, nos entregan cada vez que los compartimos, algo del sagrado misterio que en sus inicios entregara la poesía cuando también era canto y melodía viva.
Diciembre nos entregó en medio de todos los temores, la esperanza imprecisa en un futuro difícil de avizorar, diluida para algunos en la religiosidad y para otros en el sentido de pertenencia a una cultura común, que nos hermana en las canciones, en la disposición a mantener a toda costa la mesa navideña, aunque fuera mediante el juego de las sustituciones: la hallaca comprada o recibida de manos queridas cuando no pudo remontarse el vertiginoso tope económico de hacerlas en casa; el pan común sustituyendo el de jamón; con suerte y no siempre, el pollo en lugar del pavo o el pernil; la lechosa de impreciso dulzor acompañando la heroica ensalada de “gallina”, de implacable persistencia…
El abrazo de fin de año sin las luces ni la cohetería de origen chino, alumbrando por largo tiempo los cielos del 2018. Nada impidió sin embargo, compartir deseos ni sueños en quienes tozudamente creemos en la urgencia de la construcción de un país, que nos exige a todos nuestra participación. Ni la conciencia de ser viajeros de una larga travesía, cuyo secreto estaría en hacer más y quejarnos poco. Unos más, unos menos, sentimos la ausencia de gente querida, especialmente jóvenes, que partieron en busca de cielos y gestos que desafortunadamente no siempre se parecen a los nuestros. Nada más pavoso, en esta dura navidad, que toparse con caras alargadas provenientes de seres anclados en la inmovilidad, que parecieran formar parte de un coro griego en monódica retahíla de constatación de ausencias y carestías. Ya lo decía Jonatan Alzuru: “El infierno es la enemistad consigo mismo”.
Los libros nos ayudaron a los lectores, a mirar el mundo de otra manera, desde la experiencia ajena, produciendo resonancias del mismo tamaño de lo que nos remueve o ilumina. Uno de ellos, aún sin terminar, merece una nota íntegra: “El deseo y el infinito” Diarios” 2015-2017, del poeta Armando Rojas Guardia, cuya larga y dolorosa lucha contra la culpa y el remordimiento, presente en su extensa obra, pareciera haber terminado, al constatar su confianza radical en la bondad y la belleza del mundo y aceptar como irrefutable, la facultad deseante que Aristóteles concibiera como principio motor, amén de la fusión del alma y el cuerpo del sujeto que —para Spinoza— piensa su corporeidad desde su conciencia. Sí. Enero entró como huracán que toca las ventanas de un país de gobernantes sordos y ciegos o de seres que intentamos quedarnos en los umbrales de la luz, que sin enceguecer,constata la fuerza de la amistad y la solidaridad frente a la vileza.
Las voces de Penélope – Relámpagos de enero
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