Desde el mismo instante en el cual se dio el encuentro entre la imagen de El Nazareno de la iglesia de La Concepción, conducido por el presbítero José Macario Yépez y la de Divina Pastora, llevada por el señor Antonio Peraza y un grupo de santarroseños, la fotografía estuvo presente para dejar testimonio de esta primera visita.
Corría 1856 y la ciudad era presa de una epidemia de cólera que se propagaba tal el verano. Gumersindo Giménez de Medina, fotógrafo, escribano e impresor hizo levantar una tarima desde la cual emplazó una cámara y logró un daguerrotipo del encuentro.
Esto lo describiría el propio Giménez en un pequeño folleto titulado “Plano histórico de la ciudad de Barquisimeto”, publicado en 1872. Evidentemente se trató del registro de los asistentes al acto; no de una toma específica del objeto, así definido genéricamente en la fotografía.
Pero este daguerrotipo, extraviado como buena parte de nuestro patrimonio religioso, histórico y cultural, se convierte en una representación referencial.
Sin dejar por fuera otras expresiones plásticas como el dibujo, el grabado y la pintura, las cuales contaron con artífices propios. Existe un grabado de Ramón Farías datado en 1887, el dibujo de la imagen, autóctono, más antiguo conocido. Cinco pesos cobró por el encargo, que sería utilizado en varios programas de mano, afiches y remembranzas de la imagen.
Reproducir una imagen no resultaba fácil para entonces. Había que dibujarla y hacerla clise para reproducir unos cuantos ejemplares.
Es en el siglo XX con el desarrollo de técnicas y procedimientos fotográficos, y con la popularización de la fotografía, cuando podemos contar con registros frontales de la imagen. En una maqueta realizada por el Hermano Nectario María con trozos de la primera edición de su libro “Los milagros de la Divina Pastora”, para una segunda, que nunca se imprimió, pero que la Sociedad de la Divina Pastora de Barquisimeto, conserva como legado, digitalizamos el archivo de manera parcial. Observé que contaba –ésta segunda edición- con fotografías de lugares alegóricos al tránsito de imagen, obras de Amábilis Cordero, realizadas en lugares ya establecidos por el propio Hermano Nectario María: se requería de una visión de cartógrafo para lograr la toma del poblado de Santa Rosa en 1925 desde el cerrito de las actuales colinas. U otra del centro de la ciudad, lograda desde el borde del antiguo cuartel de policía, que luego sería Palacio de Gobierno, la edificación más alta para entonces. También una de la imagen mariana: esplendorosa.
Sin lugar a dudas Amábilis Cordero es autor de la primera toma directa de la imagen; sino por advocación, por encargo. No por casualidad pocos años después realizaría la película homónima “Los milagros de la Divina Pastora” (1928) y le produciría enormes dividendos, hasta para montar estudios de cine. De esa época data una postal de Evaristo Reyes Yánez que vendería impresos Capitol.
La fotografió Elio Otaiza cuando realizaba su quincuagésima visita en las afueras de la Catedral y en visitas a la Sociedad de la Divina Pastora, de cual fue tesorero.
La retrató ese cubano que parecía no creer en nadie llamado Francisco Villazán y Carrillo, ateo con santo propio y terminaría testimoniando procesiones, visitas, centenarios y eventos del común, convertidos en extraordinarios gracias a la fotografía.
La han retratado más de cincuenta millones de almas, apenas el último medio siglo y su rostro continúa siendo único para cada una de ellas. No conozco la historia de una deidad tan íntimamente vinculada a la fotografía como la venerada imagen de la Divina Pastora. Cada mirada siendo una, termina siendo la mirada. En este instante carece de tiempo: se obvia. Es el rostro.
En el 2007 promovimos junto a organizaciones amigas y el diario El Informador el concurso “Retratos de Fe” el cual durante siete ediciones permitió dar cuenta de la diversidad de expresiones que allí confluyen. Fotógrafos de nuevo cuño han logrado registros valiéndose de novedosos equipos y han logrado esplendidos retratos: primeros planos, primerísimos primeros planos y detalles. De allí en adelante toda nueva versión sufrirá los escarnios ominosos de la comparación.
Luego de este evento multiplicador, resultante de “fotografiar” un acontecimiento de manera monumental, poco queda por decir del rostro de nuestra excelsa y amadísima. Existe: yo lo retraté, constatará el común. Pocos eventos religiosos son registrados de manera tan acuciosa como la procesión del catorce de enero.
Lo cierto es que todo viene cambiando a un ritmo atroz; frenético; que nos impide volver al reconocimiento de nosotros mismos. Lo que vemos no es lo propio. No se trata de imágenes sino de nosotros, como entidades perceptivas. Todo viene modificándose y no caemos en cuenta de ello. Lo acelerado se convierte en ruin y silvestre.
En 1926 el Obispo Agüedo Felipe Alvarado hubo de dictar un decreto para controlar la movilización de la imagen, que a falta de vías adecuadas daba tumbos ya tarde en la noche por carreteras de tierra, malogrando la reliquia.
Testimonios diversos dan cuenta de uno u otro daño que terminaron dando otra faz a la imagen; restauraciones inadecuadas; desmembramientos; distenciones de los elementos.
A finales del siglo XX un “restaurador” la sometió a un proceso que refrescamiento que colapsó. Hubo de salir corriendo a procurar los servicios de un escultor y un pintor que lograron el milagro un día antes del 14 de enero. Emanaba devoción y un fuerte olor a óleo. En lo sucesivo la Diócesis optó por una réplica para no perder la costumbre de visitar otros ámbitos de la geografía.
Las representaciones variaron según la época. El concepto de la belleza es frugal, y seguirá ese rumbo. Se aliaron patrones culturales en apariencia dilatados para lograr esa faz confortante.
Reparar en un rostro, es decir mirarlo detenidamente, produce lo intangible; un paso entre la memoria y la historia. Entre lo verídico y visible. La euforia no repara en maquillajes; mantiene y conduce todo por el lugar común. Cierto es que la procesión se convierte en el más constreñido aullido de una multitud. Todo pasa, menos las ansias por la impiedad de la peste que no cesa. El rostro de la miseria es inmutable. La de nuestras pasiones varía.