La degradación social que el país acusa es pavorosa.
La vida del venezolano se reduce a una lucha titánica, diaria, por sobrevivir.
Comprar alimentos, fármacos, o repuestos para vehículos, son ahora parte de una rutina que desgasta, estresa y consume buena parte de las horas que debieran ser hábiles, pero se agotan en las colas. He allí otra cara de esta tragedia que nos atrasa y envilece como sociedad.
Bancos sin dinero en efectivo, estaciones de servicio sin gasolina, farmacias sin medicinas, o estantes en los mercados que aterran con sus precios remarcados hasta varias veces al día (en una economía dolarizada en los hechos sólo en lo atinente al costo de productos y servicios); todos esos aspectos conforman una realidad que golpea duro a millones de compatriotas y sigue expulsando a otro tanto, en penosa diáspora, hacia diversas latitudes.
La fuga de talentos que se registra, la cual se ha acentuado en los últimos meses ante la obstrucción de una salida electoral a este drama, es, sin lugar a dudas, una de las sangrías más dolorosas. También están los que se van, en una desesperada o agónica aventura y desembocan en la prostitución, en el delito, o producen calamitosas escenas como la que, para nuestra vergüenza, se acaba de presenciar en Barranquilla, Colombia, donde unos 400 venezolanos, entre hombres, mujeres, ancianos y niños, fueron desalojados por las autoridades de una terminal de transporte que habían tomado como albergue desde hace más de un año.
Los saqueos, y conatos de saqueos, se han regado como pólvora, sin que, con una MUD enmudecida y líderes “opositores” que compiten por ser graciosos a los ojos del oficialismo, se pueda culpar a ningún partido de alentarlos. Han ocurrido simultáneamente en Caracas, en Caicara del Orinoco, en Trujillo (allí una poblada vació una bodega de Pdvsa, una cava de pollos y un camión cargado de verduras), en Puerto La Cruz, en Naguanagua, así como en barriadas populares de Miranda, en el Zulia. En Maracay intentaron saquear un Farmatodo.
Eso que la chispa criolla, que no se apaga jamás, llamó “la revolución del pernil”, no sólo rebajó la Navidad a un estado de mendicidad colectiva. En un fenómeno que habrá de exacerbarse en el curso de un año electoral, desde el Estado se celebra el festín de la dádiva como sustitución del trabajo. Son los frutos de las medidas económicas, si acaso así pueden ser llamadas, de un Gobierno incapaz de rectificar, pese a todas las demoledoras evidencias de su fracaso, y de la ruina esparcida en esta deliberada repartición de la pobreza como táctica de sumisión, de control social. De manera que el precio es demasiado alto. El infamante hecho de que un pernil someta la conciencia, y compre el voto, describe a una sociedad con metástasis de indignidad. En palabras de Winston Churchill: «Los cristianos decían ‘todo lo mío es tuyo’; los socialistas dicen ‘todo lo tuyo es mío’».
Y, además, no siempre la necesidad se manifiesta a través de pancartas o de gritos. El robo, no ya de la batería o de los cauchos, sino ahora hasta del aceite de los vehículos, pudiera interpretarse como el fermento de una escalada delictiva hasta límites inimaginables. El Observatorio Venezolano de la Violencia, capítulo Lara, ha alertado algo que debería escandalizarnos: el crimen organizado recluta a jóvenes con el ofrecimiento de comida. Asimismo, esta galopante miseria se expresa en el sacrificio humano. La muerte por hambre, o a causa de tratamientos médicos no seguidos, y la muerte a punta de fusil, como ocurriera el 31 de diciembre en la carretera Caracas-El Junquito, donde un efectivo de la GNB, movido quién sabe por qué demoníaco instinto, decidió que era parte de su servicio segar la vida, de un disparo en la cabeza, de una mujer de 18 años, con cinco meses de gestación. ¿Su delito?: reclamar el pernil ofrecido en cadena de radio y televisión por el Presidente en persona.
No obstante, pese a todas las alarmas, se sigue echando leña al fuego de la hiperinflación que nos está friendo en vida, aunque el BCV siga sin publicar sus cifras desde 2015. Los estragos de siete aumentos salariales en el año 2017, no dejaron ningún escarmiento. Se abre el año con un bono de medio millón de bolívares, lo cual agravará los efectos del irracional crecimiento de la base monetaria interanual, que Econométrica ha estimado en más de 1.000 por ciento.
No obstante todo esto, el cinismo oficial, su crueldad, su ciega ambición de ventajas políticas y de perpetuidad, lo ha expuesto con salvaje precisión el vicepresidente del área económica, Wilmar Castro Soteldo. Según él, léase bien esto, el resultado de los incrementos salariales decretados no puede medirse “por la capacidad adquisitiva y la cantidad de productos que podemos adquirir, sino que se pueden medir por la paz que hemos alcanzado y la victoria que hemos tenido en las elecciones de alcaldes y municipales”.
¿De cuál paz hablará el ministro?, porque con otro auge siniestro, el del sacrilegio a las tumbas, ni la paz de los sepulcros ha quedado intacta frente a esta catástrofe.