Editorial: El ciudadano

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Ser ciudadano no es sólo vivir en la ciudad.

El papel del ciudadano es mucho más complejo e interesante, y su desempeño, o dejación, implica responsabilidades que atañen a toda una sociedad.

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El ciudadano, dice Héctor Torres, “es el motor del funcionamiento de una nación”, tanto en lo tocante al sector público como al privado.

La ciudadanía entraña exigencias; no se reduce a un rótulo, a una etiqueta. Es un ejercicio sublimado por Bolívar cuando en el Primer Congreso de la Gran Colombia, reunido en Cúcuta, en octubre de 1821, se permitió exclamar: “Prefiero el título de ciudadano al de Libertador, porque éste emana de la guerra, aquél emana de las leyes”.

Pero es, precisamente, un estado de anomia social el que somete a la Venezuela de ahora. Padecemos la disolución de la regla, una acomodaticia interrupción de la ley. Se ha apoderado del país una condición salvaje en la cual todo está permitido para quien pueda, una puja en la que saldrá privilegiado siempre el más temerario e insolente, aquel con menos qué perder. La nota trágica la inserta el hecho de que, además, el telón de fondo en ese escenario es el de un juego macabro de sobrevivencia. Del sálvese quien pueda.

Y el peor de los ejemplos es dado, precisamente, desde la “magistratura”, desde el poder. Quienes lo detentan suelen exaltar la fuerza, la dolosa inevitabilidad de sus actos, en desmedro de la razón, y de la probidad. La de ellos es una épica retorcida, una impresentable anécdota de la viveza oficial. Hacen ostentación de una superioridad que rebaja y vuelve miserable al mismo pueblo que juran redimir.

En esta vandálica cultura del más fuerte, el observador de sus deberes lleva todas las de perder; y corre el riesgo de la resignación, el acabar aceptando el hado que dioses perversos le han concedido.

Así va el ciudadano, por esas calles de Dios, mendigando lo que, según le han enseñado, le corresponde. El ascenso social, inculcan desde el trono, no lo dan el trabajo, el rigor, la disciplina, sino la mano mezquina, ruinosa, brutal, que se alarga desde el Estado, experta en mantener a raya la satisfacción de la necesidad, al precio del hambre, de la ruptura familiar, y de la muerte.

Se irrespeta al ciudadano, con la peor de las crueldades, al forzarlo a hacer colas desde la madrugada para comprar un paquete de harina o un litro de aceite. Al pensionado, que espera su turno de pie, bajo el sol, y a punta de desmayo, en los alrededores de los bancos, donde insólitamente tampoco hay dinero efectivo. Se irrespeta al ciudadano que va al hospital y lo encuentra desguarnecido. Se desprecia al hijo del padre desempleado que acude a la escuela con su estómago vacío. A las víctimas de un desabastecimiento urdido a punta de expropiaciones y controles. A todos a quienes desesperan, hasta lo indecible, los niveles de vértigo que ha alcanzado la inflación. A quienes por no poseer un Carnet de la Patria no se hacen merecedores de un “bono navideño”, e incluso a aquellos que al recibirlo participan en una odiosa discriminación echada a rodar, qué ironía, por los autores de la ley contra el odio.

Se irrespeta al ciudadano con la invasión de todo espacio público. Cuando ni siquiera tiene derecho a trámites tan rutinarios o corrientes como los de renovar el pasaporte, o la cédula de identidad. O apostillar un documento, convertido en todo un suplicio. Se irrespeta cuando, encima de la inflación, quizá el más pernicioso de los impuestos, se cobra otro, igual de atroz, especialmente porque carece de retribución al ciudadano en obras y servicios: el IVA, que golpea con mayor rudeza al desposeído y genera un efecto en cadena.

En este nefasto círculo de irrespeto, el ciudadano común termina desangrado, exhausto. Irrumpe el caos cuando unos necesitados desplazan en las colas a otros necesitados. El pueblo obligado a enfrentarse al mismo pueblo, en esa feroz lucha por la supervivencia de cada día. Es la imagen que arroja el fenómeno del bachaquerismo, orquestado en la complicidad dejada al descubierto por la red de información que agita a quienes se agolpan en las horas precisas, frente a los comercios, enterados del producto que llegará.

Rescatar, pues, la condición de ciudadanos es una tarea pendiente para todos. Y comienza por el respeto a nosotros mismos. Porque cada vez que cedemos al irrespeto, y nos sumamos a la anomia social, perdemos una parte esencial de la condición de ciudadanos. Perdemos dignidad.

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