Desde mi ventana: La fuerza de la costumbre

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Una joven mamá me escribió hace unos días expresándome su preocupación por la incontrolable adicción de sus dos pequeños a los aparaticos de juego. Lo peor, me comentó, es que estoy segura de que tanto juego violento y competitivo al extremo, los mantiene irritados y cuando trato de dosificarles el tiempo de uso me manipulan con sus pataletas y reclamos. En fin, a veces prefiero que se entretengan así y punto, menos peleas en casa…

En las líneas finales dejó caer una pregunta que me dejó inquieta: ¿Será que debo acostumbrarme y entender que eso no les hace ningún daño? Quizá es que les tocan juegos distintos a los que yo jugué cuando niña.

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La preocupación de esta mamá es genuina, su razonamiento va por buen camino, pero luego se contradice y tira la toalla para no incomodarse. Acostumbrarse a lo que no debe ser es parte de un comportamiento enfermizo que suele llamarse “hacer la del avestruz”, esconder la cabeza en un hueco para no ver lo que pasa, o “aplicar la narcolepsia”, es decir doparse con razonamientos huecos para no actuar frente a algo que no anda bien. Existe una cadena de “acostumbramientos” que terminan por aniquilar la dignidad y el respeto. Y esta escalada de insensibilidad atraviesa transversalmente todas las instancias: hogar, escuela, vecindario, trabajo, sociedad…

Resulta desolador constatar cómo se va instalando a nuestro alrededor este perverso “acostumbramiento” a los errores y a los horrores, como si fueran parte de la normalidad. Las películas y series más taquilleras son las más cruentas, los sucesos y reportajes más leídos son los más amarillistas y los videojuegos más buscados son los más violentos. Todo esta avalancha se recibe, se disfruta y se digiere como si se tratara de meriendas para párvulos: asépticas e inofensivas. De seguro alguien opinará que eso no hace daño o que es mejor que nos vayamos acostumbrando atendiendo básicamente a la comodidad de no comprometerse y no reaccionar para no crear conflictos que ameriten el esfuerzo de solucionarlos apropiadamente.

En plena Guerra del Golfo, hace unas décadas, veía (en vivo) por televisión un reporte que mostraba a varios niños tratando de colocarse -con el miedo sembrado en sus caras- las máscaras antigases, ante la inminencia de un bombardeo de misiles. Yo seguía muy conmovida el reportaje al lado de uno de mis sobrinos, entonces de 7 años, quien impresionado ante mi asombro, ingenuamente me comentó:

-¿Qué pasa? No pasa nada. ¿No ves que no hay ni saaaaaangre, ni cabezas volando por el aire, ni candela, ni cuerpos rotos?

Obviamente me conmoví aún más. Por mucho que traté de explicarle la gravedad del asunto y la conmiseración frente a lo que era una guerra de verdad, no una guerra de comiquitas, él se volteó para seguir jugando a la guerra con sus muñequitos de plástico. El comentario de mi sobrino se convirtió en una tragedia tan impactante como la que acababa de ver en la televisión. Desde entonces he abordado el asunto de la fuerza de la costumbre como un elemento desensibilizador frente al dolor o la problemática ajena. Y es un tema para poner sobre el tapete.

No reaccionar frente a las circunstancias adversas -sea por comodidad o por costumbre- es igualmente inaceptable. En pleno siglo XXI nos cachetea un mapamundi plagado de puntos rojos donde se desarrollan escaramuzas, matanzas, venganzas, guerras y guerrillas movidos por el odio, el resentimiento y la sed de poder. Las comiquitas “más inofensivas”, las películas promocionadas como “para toda la familia” y muchos los juegos de videos, se centran -en una gran mayoría de casos- en eliminar, desaparecer, aniquilar al oponente y superar los conflictos, a través de iguales e indignas opciones. Realidad y ficción se dan la mano bajo el amparo de que el fin justifica los medios.

Mientras se considere la violencia como costumbre para solucionar problemas nunca tendremos paz y justicia sobre la tierra. Y esta fuerza de la costumbre se debe en gran medida a la entronización del “bien acomodaticio”, de la espectacularidad del sufrimiento, del morbo frente a las patologías humanas de la consecuente y lamentable insensibilización de las sociedades.

 

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