Desde la razón y desde la emoción, hace rato me anoté del lado de la esperanza. Cuando presentamos aquí en Barquisimeto Protesta y Esperanza, debe haber sido a finales de 1987, comenté que por más que lo pareciera, no estaba dedicado a mis queridos compadres Luis Couput y Esperanza Orellana, quienes me dieron amistad y más de una vez cobijo. Ni el comentario ni el título del libro eran chistes de ocasión. Creo que lo que toca a quienes proponen –o se proponen como- una alternativa al presente, es ser voceros de la protesta y la esperanza del pueblo.
Esperanza no es optimismo gaseoso, “vapores de la fantasía” que diría Andrés Eloy, “ficciones que a veces dan a lo inaccesible una proximidad de lejanía”. Es confianza fundada en certezas que hemos discernido, aprendido y comprendido. La esperanza, la virtud que no defrauda ni en los momentos más oscuros de la vida, según Francisco, porque es humilde pero fuerte.
El domingo pasado, los asistentes al Teatro Chacao recibimos una potente inyección de esperanza en el memorable trabajo como actriz y cantante de Mariaca Semprún en Piaf, voz y delirio, escrita por Leonardo Padrón. Ella estuvo conmovedora, pero todo en la obra estuvo a punto, profesional, como debe ser. Por encima de las dificultades y las limitaciones. Atreverse a la excelencia cuando todo desanima y empuja a conformarse o irse.
En un twit agradecí a Mariaca y a todo ese estupendo equipo, por recordarnos que siempre hay esperanza. Siempre. Es lo que he recogido al recorrer Venezuela y ver tanta gente haciendo cosas. Este país no se ha acabado, ni se está acabando, ni se acabará. Hay mucha gente que no se rinde y crea, trabaja, busca, sueña y actúa. Esa es mi gente. La gente que me gusta, como en la canción.
En este país he visto zonas industriales semi cerradas, con calles y galpones desiertos donde antes había el bullicio del trabajo y la producción. Campos enmontados y abandonados. Empresas estatizadas improductivas. Profesores jóvenes que se van. Todo eso es dolorosamente cierto y forma parte del panorama imposible de ignorar, que debemos cambiar y cambiaremos. Pero también he visto a muchos héroes, verdaderos héroes, que mantienen abierta la empresa o siguen produciendo en la finca, así como a trabajadores que se levantan cada día a poner lo mejor de su esfuerzo y a procurar el orgullo limpio del trabajo bien hecho, cuando todo parece aconsejarles la holgazanería, el “da lo mismo”.
Y eso lo apreciamos en el sector privado. En una planta moderna en Los Cortijos o en un anexo a una casita en Bararida Vieja. Desde las sensatas y apremiantes advertencias del señor de Conindustria para que en el país haya fábricas hasta la calidad de CESAP en la organización popular. También en el sector público gobernadores, alcaldes, funcionarios. Sea en Barquisimeto: Modo Innovación, o en el empeño de un concejal de Cagua por hacer respetar su representación o la pulcritud de las callecitas de San Simón, en la montaña tachirense.
Sin esperanza de cambio no hay cambio. El lunes, en un programa matinal, Maritza Montero nos invitaba a hacer. A no conformarnos con la queja. En esa onda, para volver a la poesía –rica herramienta- como al comienzo, opto por los Cantos de vida y esperanza.